Nadie es más que uno mismo y sus circunstancias

No puedo contar con los dedos de mis manos las veces que en mi vida me he fallado a lo grande. Tampoco sé las veces que no he respondido a las expectativas de las personas que me rodeaban. De hecho, he de decir que he llegado hasta las entrañas del fracaso.
A mi manera he sido rebelde, con causa y sin ella, he cometido fallos perdonables y otros de esos que cuestan tiempo asimilar. He cambiado perdones por esperanzas de que lo hecho quedase en el olvido por la propia inercia que se produce al acumular recuerdos.
Me he metido en líos importantes sin necesidad, pero lo peor es que las peores consecuencias de estas complicaciones en las que me he sumergido las han pagado personas que me rodeaban y de las que acepté el ofrecimiento de que me hicieran de escudo.
He perdido el Norte más de una vez. También el Sur, el Este y el Oeste. He abierto las manos y he dejado que se cayera todo, que se precipitase a su suerte. Hablo de cosas importantes, de las que dejan cicatrices, de las que difícilmente se van y vuelven.

¿¡Para qué enmendar los errores!?


He tenido la posibilidad de que volviera lo que había perdido, pero, por orgullo, no he tenido la disposición de recuperarlo. Me he arañado y me he mordido, y ese es un dolor por el que debo cumplir condena, porque solo yo tengo la culpa. Por eso te digo que, habitualmente, nuestra ineptitud primero nos hace daño a nosotros mismos y, después, al resto..
Me faltarían carteles mentales si quisiera ordenar las veces que a lo largo de mi vida no he cumplido con mis expectativas. No sé cuántas veces he bebido de la botella de la derrota, esa que sabe como el peor de los jarabes que tomábamos cuando éramos aún unos críos. Bueno, los sabores para adultos tampoco mejoran demasiado.
Las decepciones siempre escuecen con la misma rabia, aunque hayas acumulado diferentes caleidoscopios para mirarlas
Fte: la Mente es maravillosa.

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