Aprendiendo A Vivir El Presente

RELACIONARSE DESDE EL PRESENTE

Sabemos que cada uno somos el resultado de lo que hemos vivido hasta este momento. Es decir, el cúmulo de las experiencias que hemos atesorado a lo largo de los años. Todas ellas han ido conformando un resultado que se corresponde con la imagen que, en el momento presente, mostramos a los demás y a nosotros mismos. Y es que aunque intentemos ajustarnos a una realidad más o menos objetiva sabemos que eso también es muy difícil pues nos perdemos en el mundo de las ideas, de las expectativas, de lo que tenemos, somos y sabemos sobre nosotros mismos y sobre los demás. Ahí entran los autoengaños, los “clichés” prefijados, los deseos, las proyecciones... que como caminos alternativos se empeñan en alejarnos de la vía principal.
De Oriente nos llegan voces que nos hablan de la importancia de vivir el momento presente, de no quedarnos en los recuerdos del pasado porque eso induce al desánimo y la falta de acción, ya sea porque tengamos la idea de que cualquier tiempo pasado fue mejor o porque nos regodeemos en lo que pudo ser y no fue, en el sufrimiento, la defraudación, la falta de confianza, etc. Pero también nos hablan de lo peligroso que es posicionarse en el futuro pues lo por venir nos puede producir angustia e inseguridad, ya sea porque nos hemos marcado unas metas inalcanzables o porque no podemos disfrutar ya, desde ahora, de lo que esperamos nos traiga el paso del tiempo.
Es pues muy importante tomar consciencia del momento presente y centrar nuestros esfuerzos en vivirlo plenamente porque antes de que nos demos cuenta se habrá convertido en pasado y se nos habrá escapado de entre las manos. La película del pasado ya está filmada; son imágenes que no se pueden volver a crear. Sólo tenemos la oportunidad de reproducirlas una y otra vez, de hacer un pase y otro pase; y aunque eso es importante para aprender de lo vivido no podemos quedarnos ahí indefinidamente.
Por otra parte, la película del futuro sólo es un proyecto, una idea, un objetivo y mirar constantemente esas imágenes virtuales hará que nos evadamos de la realidad y que el tiempo presente se nos escape sin que hayamos hecho nada salvo repasar y perfilar ese futuro que nos dibujamos prometedor.
El pasado, evidentemente, debe servirnos como referencia y el futuro como proyección, como acicate, pero es en el presente cuando podemos coger el timón y orientar nuestra nave hacia el rumbo que queremos tomar en la vida.
Hay ejercicios de toma de consciencia que nos facilitan esa tarea. Algunas personas, por ejemplo, se han colocado mentalmente un “avisador” para que cada hora recuerden su propósito -“vivir el presente”- y eso les permita hacerlo al menos durante unos minutos.
Se trata de tomar consciencia de lo que estamos haciendo en cada momento para responder a la pregunta: “¿Qué estoy haciendo ahora?” Escribiendo un artículo, pelando las patatas para hacer una tortilla, caminando por el parque... o estoy enfadándome con mi hijo. Y durante los minutos siguientes concentrar nuestra atención en esa acción sin otro objetivo que el de abrir nuestros sentidos y nuestro entendimiento a lo que nos llega a través de esa acción, su significado, nuestra actitud, nuestro estar, en definitiva.
Tomar consciencia de lo que hacemos observándolo y observándonos.

UN PASO MÁS ADELANTE

¿Por qué nos resultan tan complicadas las interrelaciones personales? Casi podríamos afirmar que la relación con los que nos rodean es nuestra primera y principal fuente de conflictos; y aunque haya “escuelas” donde podamos aprender cómo relacionarnos, “cursillos” acelerados para hacer prácticas, o “talleres” de entrenamiento lo cierto es que a la hora de la verdad sirven de muy poco; sencillamente, porque como las personas somos entidades en transformación constante no vale de nada aplicar técnicas o modelos de comportamiento ya que cada instante de relación con el mundo que nos rodea es nuevo, único y diferente.
Sin embargo, ¿ocurre siempre así cuando nos relacionamos con los demás?, ¿es nuestra actitud abierta?, ¿somos capaces de dejar los prejuicios?, ¿y las expectativas?, ¿y las ideas preconcebidas que tenemos sobre los otros?
La realidad es que cuando tenemos frente a nosotros a alguien de nuestro entorno llevamos detrás un pesado fardo aunque no lo veamos, un fardo en el que se encuentra metida la idea que tenemos sobre esa persona, la valoración que hemos hecho de nuestra relación, la opinión que nos merece tras el juicio al que la hemos sometido... Y esas cosas, tanto si representan un balance positivo como negativo, son dificultades añadidas a la interrelación.
Dicen los expertos en comunicación que cuando el emisor emite un mensaje atraviesa una serie de filtros que tiene el receptor y que a veces lo que llega no tiene nada que ver con lo que salió en el origen.
Y es que cuando estamos frente a alguien no podemos evadirnos de la “etiqueta” que le hemos colocado, ya sea una etiqueta positiva que nos hará tener muchas expectativas, colocar el listón bien alto, aumentar nuestro nivel de exigencias... o bien todo lo contrario: si nuestra experiencia no ha sido muy positiva nos llevará a actuar con prevención, a mantener la desconfianza, a alimentar el recelo hacia esa persona.
En definitiva, los prejuicios se apoderan del territorio donde se desarrolla la comunicación y condicionan todo el proceso. Porque normalmente cuando escuchamos al otro no oímos sólo su voz sino que percibimos también nuestro ruido interno formado por todas esas ideas preconcebidas. La memoria es algo tremendamente útil para los seres humanos -¡qué sería de nosotros sin memoria!: estaríamos condenados a repetir una y otra vez los mismos errores...- pero si dejamos que esa memoria nos condicione anteponiéndose a todo lo demás estaremos perdiendo la oportunidad de relacionarnos de un modo nuevo.
Piense por un momento: ¿con qué persona se siente más cómodo?, ¿qué tipo de relación tiene con ella?, ¿cómo se establece la comunicación?, ¿qué grado de libertad mantiene? Muchas veces esas personas probablemente no sean las más cercanas a nosotros ni nos unan a ellas lazos de consanguinidad o de relaciones familiares sino alguien un poco más alejado de nuestro entorno habitual.
De hecho, hay una manera de relacionarse en la que uno no se siente juzgado, valorado, ni siquiera observado, donde uno capta que tiene espacio para desenvolverse, donde uno está seguro porque no tiene que responder a las expectativas del otro, donde no espera tampoco una respuesta determinada, donde no se plantea el intercambio “justo” (“yo pongo tanto en la relación y tú debes poner cuanto”), donde el pasado no cuenta y tampoco cuenta el futuro, sólo el presente. Probablemente el ejemplo más cercano a esta actitud lo tengamos en los niños: ellos, la mayoría de las veces, actúan siguiendo el impulso del momento presente.
¿Se imagina usted si cada vez que nos colocáramos delante de una persona lo hiciéramos como si hubiera entre ambos un territorio virgen, sin ideas prefijadas?, ¿tiene idea de los derroteros por los que discurrirían las relaciones con esa actitud?, ¿intuye tal vez el sentimiento de libertad que experimentaría al no tener que esperar del otro, por ejemplo, paciencia o tolerancia sino sólo comprensión?
Si cuando nos relacionáramos con alguien fuéramos capaces de olvidarnos del bagaje anterior, el que corresponde al pasado, un pasado formado por unas circunstancias, unos condicionantes, unas posturas que ya no existen... veríamos que quien está ante nosotros es una persona distinta como lo son las circunstancias que le rodean, alguien nuevo, aún “por estrenar”. Si fuéramos capaces de ello olvidaríamos nuestros miedos, los recelos, las prevenciones, la falta de confianza, las necesidades, las dependencias, las expectativas y nos ocuparíamos sólo de proporcionar el espacio y el tiempo necesarios para que algo nuevo sucediera, sin condicionantes, sin dependencias, en libertad.
Hágalo y verá que la otra persona es, en alguna medida, distinta a la que usted conocía lo mismo que usted también es diferente... ¿Por qué permitir pues que una imagen del pasado pueda desvirtuar un momento presente? Sólo cuenta el ahora y si somos capaces de vivir ese ahora con la intensidad de lo nuevo, con la apertura de lo por venir, con la amplitud de consciencia suficiente para permitir que sucedan cosas diferentes en nuestra vida habremos dado con la clave de las interrelaciones personales.
No estoy hablando de perder de vista los sentimientos sino de vivirlos más limpiamente. No se trata de ignorar la experiencia sino de saber utilizarla correctamente. No se trata de defenderse sino de estar abierto porque, en último extremo, sólo pueden suceder dos cosas: que al cambiar una de las dos personas de actitud la otra se vea “contagiada” por esa misma energía y se produzcan unos niveles de comunicación extraordinarios y compensatorios para ambas o que, a pesar de la apertura de una, la otra se cierre en banda y se atrinchere tras sus posturas preconcebidas manteniendo la vieja actitud de defenderse del medio hostil –herencia de nuestro pasado animal, por otra parte-. En ese caso no se producirá la comunicación pues es como si ambas estuvieran en distintos renglones de la misma página y no llegarán a relacionarse; pero al mantener cada una su frecuencia vibratoria tampoco se producirán los daños que con la incomunicación del otro tipo se producían.
Es decir, cada una estará satisfecha con su papel porque habrá emitido lo que quería: la que buscaba la comunicación comprenderá el momento presente de la otra persona y aceptará su reacción como fruto de ese instante; y la que mantiene su obcecación, como su único objetivo era expresarse y dejar clara su postura, se sentirá satisfecha por haberlo conseguido ya que también lo estará viviendo en el momento presente.
Sin embargo, aquellos que sean capaces de mirarse con ojos nuevos, de escucharse como se oye el río cuando pasa a su lado, de percibir sólo el viento que les toca en ese momento y la lluvia que les moja -la lluvia de hoy, no la de ayer ni la de hace unos meses...- esos habrán dado un paso importante en su comprensión del universo en el que se hallan inmersos, un paso hacia delante en la autorresponsabilidad. En definitiva, habrán crecido.
¿Qué les parece, amigos, si vamos incorporando pequeños intentos en nuestra vida? Ensaye con alguna persona con la que le resulte especialmente sencillo y después, apoyándose en esos resultados que sin duda le sorprenderán, atrévase a extender esa experiencia a un círculo mayor de influencia. Cuando queramos darnos cuenta habremos transformado nuestro pequeño mundo. Y ya sabe: cuando se transforman muchos mundos pequeñitos, personales, se transforma el grande, el de todos. No olvide que las grandes tareas hay que empezarlas, también, colocando una primera piedra que sirva de cimiento.
http://www.dsalud.com/index.php?pagina=articulo&c=1248

Comentarios

Entradas populares de este blog

Madres Tóxicas

DECRETO PARA PEDIR ,Conny Méndez

Constelaciones familiares: Ejercicio para la adicción