Ensaya la soledad, Walter Riso
Un paciente me dijo una vez: «¿Para qué voy a ir al cine, si ella no
está?», y el cine le encantaba. También recuerdo una mujer que, cada
vez que su marido viajaba, descuidaba su arreglo personal al máximo (en
realidad ni se bañaba) y se encerraba a ver la tele todo el día. No
estaba deprimida, era víctima de un pensamiento dependiente: «¿Para qué,
si él no está?». Absurdo, como cualquier patología: para qué vestirme,
para qué cuidarme, para qué conectarme con la gente… En fin, para qué vivir, si el hombre o la mujer (mi hombre o mi mujer) no está presente.
Los que son más o menos independientes saben que cuidarse, estar limpio y bien vestido es para agradarse a uno mismo. ¿Narcisismo? No. Más bien autoexhibicionismo: sentirse atractivo sin acuerdos ni consensos externos, ser espectador de uno mismo. Cuando estamos en pareja, nos acostumbramos a hacer la mayoría de las cosas a la par, algo que penetra en nuestro repertorio conductual hasta que se transforma en hábito, y si el otro no está presente, nos sentimos extraños y desubicados. La soledad afectiva no tiene por qué ser una tortura. Hay que aprender a jugar y estar con ella. La soledad no se define por sustracción (estar «sin ella» o «sin él»), sino por una multiplicación del «yo» que se recrea en el autodescubrimiento. Y no estoy hablando de los retiros espirituales o irse a la cima de una montaña desierta (si bien no niego que a veces pueda ser útil hacerlo); lo que sugiero es apropiarse de la soledad, tocarla, ensayarla y meterse de lleno en ella, perderle el miedo y convertirla en una experiencia alegre y fructífera. La soledad inteligente no es desolación o aislamiento, es una elección razonada donde los demás siguen disponibles para el encuentro: tu pareja no es un lazarillo. Invítate a ti mismo a salir y conversa de «tú a tú» o de «yo a yo». Tu mente te extraña. Y aunque hagas todo lo posible para justificar la presencia de la persona que amas en cada instante de tu vida, tendrás que reconocer, aunque sea a regañadientes, que la pareja a veces sobra y molesta a pesar de que la ames.
Hay momentos que son exclusivamente tuyos y que no están diseñados ni pensados para nadie más. ¡Utilízalos y sácales provecho!
Los que son más o menos independientes saben que cuidarse, estar limpio y bien vestido es para agradarse a uno mismo. ¿Narcisismo? No. Más bien autoexhibicionismo: sentirse atractivo sin acuerdos ni consensos externos, ser espectador de uno mismo. Cuando estamos en pareja, nos acostumbramos a hacer la mayoría de las cosas a la par, algo que penetra en nuestro repertorio conductual hasta que se transforma en hábito, y si el otro no está presente, nos sentimos extraños y desubicados. La soledad afectiva no tiene por qué ser una tortura. Hay que aprender a jugar y estar con ella. La soledad no se define por sustracción (estar «sin ella» o «sin él»), sino por una multiplicación del «yo» que se recrea en el autodescubrimiento. Y no estoy hablando de los retiros espirituales o irse a la cima de una montaña desierta (si bien no niego que a veces pueda ser útil hacerlo); lo que sugiero es apropiarse de la soledad, tocarla, ensayarla y meterse de lleno en ella, perderle el miedo y convertirla en una experiencia alegre y fructífera. La soledad inteligente no es desolación o aislamiento, es una elección razonada donde los demás siguen disponibles para el encuentro: tu pareja no es un lazarillo. Invítate a ti mismo a salir y conversa de «tú a tú» o de «yo a yo». Tu mente te extraña. Y aunque hagas todo lo posible para justificar la presencia de la persona que amas en cada instante de tu vida, tendrás que reconocer, aunque sea a regañadientes, que la pareja a veces sobra y molesta a pesar de que la ames.
Hay momentos que son exclusivamente tuyos y que no están diseñados ni pensados para nadie más. ¡Utilízalos y sácales provecho!
Walter Riso
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