Despierta, Ramiro Calle






        No hay otra felicidad que la Paz interior.
        Buda     



El más fantástico reto del ser humano es vivir más despierto. El desafío más colosal, hallar la paz interior. El logro más provecho­so, la claridad mental. El sosiego conduce a la lucidez de la mente; la lucidez de la mente desemboca en el sosiego. Éste es una ener­gía que no se halla sino en nuestro interior. El verbo «sosegar» de­riva de sessiecare, «sentarse», «asentarse» (sess- un: «sentado»). Y es que nos sentamos en meditación para situamos y hallar la quietud en los recovecos de nuestro ser. La raíz de la palabra «quietud», por su parte, significa «descanso»: la quietud es el verdadero repo­so; el auténtico descanso es la quietud. Es lo que nos renueva, «re-centra», armoniza y sana.
Lucidez y sosiego son los dos puntales de la clara comprensión, aquella que carece de pantallas y filtros mentales, hace la visión más libre y con más brillo, vitalidad e intensidad, sin enmascarar­la tras deseos o antipatías. Esa mirada despejada y no condiciona­da es la que permite el aprendizaje a cada instante, porque no re­molca los esquemas, frustraciones y experiencias del pasado. Resulta capaz de transformar interiormente a la persona, ya que le permite liberarse del surco repetitivo de conciencia en el que ha es­tado inmersa. Es una visión sin interferencias, que invita a evolu­cionar y convierte el devenir cotidiano en un ejercicio de autoco­nocimiento y madurez.
De este modo, el sosiego interior, que se gana mediante un es­fuerzo consciente y la sujeción del ego, nos permite percibir sin superponer nuestros anhelos, miedos y aversiones. Desde esta claridad, la mente, más silente, puede descubrir lo que es en todo su fluir y esplendor; podemos tomar conciencia de nuestros mo­vimientos psíquicos y emocionales, escuchar con viveza inusual a la persona con la que nos comunicamos, sentir con gran fres­cura y vitalidad el abrazo del ser querido o conectar con el pro­digio de un amanecer. El ego deja de interferir y, con él, se rele­gan la sombra del pasado, los moldes de pensamiento, la visión condicionada. La verdadera quietud interior abre una vía de ac­ceso a esa totalidad que nos contiene y recupera la percepción unitaria de todo lo existente. Ésa es una enseñanza que, a dife­rencia de la acumulación de datos y experiencias mecánicamente codificados, nos aporta realmente algo muy valioso y nos ayuda a evolucionar.
Sin embargo, hasta que no mudamos de veras nuestra fosilizada psicología, somos víctimas de innumerables autodefensas narcisis­tas y atrincheramientos mentales que enrarecen nuestra atmósfera interior y nos impiden abrimos y aprender de las configuraciones cambiantes de la existencia. Recurrimos a la racionalización incluso para ocultar nuestras cualidades más negativas y justificar nuestra ausencia de virtud.
Los oscurecimientos de la mente la ocultan y nos la roban. Lo que nos pertenece se nos escapa, lo que es nuestro parece no serlo. Las personas viven en la zozobra, el desasosiego, la agitación y el desconcierto. Se le da la espalda a la preciosa energía de quietud. El sosiego nos es sustraído por muchos factores y estados menta­les, entre los que destaca el miedo. No nos referimos a aquel que nos protege, es razonable y está codificado biológicamente para la supervivencia, sino a ese miedo imaginario y psicológico que tan­to llega a limitamos y causamos constantes inseguridad e incerti­dumbre. Hábil en disfraces y máscaras de todo tipo, se esconde tras muchas de nuestras emociones negativas. ¿Qué son la envidia, los celos, la vanidad, la irritabilidad y otras muchas emociones negati­vas sino distintas formas de miedo?
Abundan los temores: miedo a la vida y a la muerte, a la sole­dad y a la compañía, a nosotros mismos y a los demás; recelo a ser desaprobado, examinado, despreciado o desconsiderado; pánico a no satisfacer las expectativas propias o ajenas, a no encajar en los modelos o descripciones de los demás, o a no estar a la altura de nuestro Yo idealizado; temor a lo nuevo, a los puntos de vista de otras personas, a lo transitorio o extraño. El miedo es un fantasma negro que impregna la psique humana y que se ve potenciado por la imaginación descontrolada, la fantasía neurótica y el pensamien­to que reclama excesiva seguridad, no sabe adaptarse ni fluir, no acepta lo inevitable y genera conflicto sin cesar. Asimismo, turba la percepción de nosotros mismos, con lo que entorpece el autoco­nocimiento, sin el cual ni siquiera sabemos qué queremos hacer re­almente con nuestra vida ni qué deseamos modificar en nosotros mismos. Preferimos ocultárnoslo y seguir acarreándolo. Ninguna ceguera se paga tan cara.
Nuestra mente siempre está inquieta e insatisfecha, no importa qué logre o cuánto acumule. Tiene una especial capacidad para buscar satisfacción y contento donde no puede hallados. Se frus­tra, se decepciona, se desencanta y se convierte en una fábrica de desdicha. Nada sabe de sí misma. Se debate en su incertidumbre; se desertiza en su atroz egocentrismo y su soledad, que le empujan, junto al tedio, a buscar frenéticamente por rumbos que no van a reportar ni calma, ni bienestar, ni plenitud interior. La mente ela­bora proyecciones, creaciones, decorados de lo más cambiantes y diversos, deseos compulsivos y antipatías de todo orden. No des­cansa, no se aquieta; no produce certidumbre y paz, sino agitación sobre la agitación, voracidad y conflicto.
¿Qué podemos esperar de una mente así? Sólo una sociedad de las mismas características; un mundo igual. Las revoluciones sin la transformación real de la mente no modifican en su base las cir­cunstancias. Algunas mentes humanas tienden a hacerse extrema­damente intolerantes y autoritarias; otras, a obedecer a las mentes imperativas, convertidas en líderes, someterse a su voluntad y obe­decerlas ciegamente. Ambos tipos de mente carecen de libertad in­terior, lucidez, sosiego. Unas son espada y las otras son tajo; unas son martillo y las otras son yunque. Las mentes autoritarias anhe­lan mentes que se sometan; las mentes dóciles requieren mentes a las que someterse. No puede haber en esa enfermiza relación nin­gún tipo de paz, comprensión o amor.
El culto al ego y el desenfrenado narcisismo prevalecen en una sociedad como la de los países tecnificados. Deben de ser la clave para mantener lo más putrescible de la sociedad cibernética. Todas las pautas de referencia o consignas conllevan la afirmación del ego. Por eso no hay afecto ni real cooperación, porque el ego ex­cesivo desasosiega y crea continuo desamor. Es preciso que el ego mengüe para que brote la compasión, que se traduce en quietud interior; ésta desencadena la compasión. La mayoría de las relacio­nes son una farsa vergonzante. La amistad es cada vez una orquí­dea más rara y difícil de encontrar: muy pocos la valoran y apre­cian su aroma.
Al no hallar sosiego y lucidez, las personas se aferran a las ideas y opiniones y hacen de ellas su esclerótico ego. Creencias y dogmas dividen, y generan todo tipo de desórdenes y conductas malévolas. A menudo llevamos una vida interior miserable, y quizá no nos da­mos cuenta. ¿Tenemos la suficiente valentía y coraje para ser cons­cientes de ello?
Hay cosas que nunca van a cambiar: la enfermedad, la vejez, la muerte y otras muchas; pero es preciso enfocar la vida con otra ac­titud. Algunos lo intentan y, como diría Jesús, son «la sal de la tie­rra». Aunque la acción sin lucidez, sosiego y virtud a menudo es nociva o destructiva, siempre se hallan racionalizaciones y pretex­tos para ella. Los políticos son los grandes expertos en el tema. La mente confusa y agitada no investiga ni se moviliza lo suficiente para emerger de su ofuscación, prefiere poner su salvación en ma­nos de otros, someterse a los autoritarios, seguir creando una jerar­quía de corruptos. Se abstiene de asumir su responsabilidad, SU so­ledad humana y su necesidad de ir más allá de la imitación y de los modelos prefabricados, en fin, de recuperar su paz y cordura. La hermosa simplicidad y la sencillez se sustituyen por una saturación de artificios, pues devenimos utilitaristas, voraces y dependientes. En una mente así no hay cabida para la dulce caricia del sosiego, sino sólo para la sombra de la inquietud y el desaliento.
Urge modificar la disposición mental. Con ese objetivo, las mentes más bondadosas y lúcidas de la humanidad han comparti­do sus intuiciones y sabiduría, sin ningún tipo de dogmatismo o adoctrinamiento, sin imposiciones, exigencias, sin atribuirse la prerrogativa de la verdad; simplemente han enseñado y transmiti­do métodos milenarios de automejoramiento. Todo está más que dicho; sin embargo, nada o casi nada está hecho.
Mientras no seamos capaces de ir superando los movimientos automáticos de nuestra psique que nos incitan a la avidez y alodio, no resultará fácil conectar con nuestro espacio interior de quietud. Tenemos que aprender a afirmamos sólidamente en una concien­cia más equilibrada para reconducir la energía no sólo hacia fuera, sino también al testigo de la mente, a fin de no dejamos envolver y obsesionar por lo que nos place o lo que nos disgusta. Median­te una ejercitación y una actitud correctas podemos estimular un «centro» de conciencia clara e inmutable, no enraizada en el ego personalista, que nos permitirá mantener lenitiva distancia de los fenómenos, apartamos de todo aquello que nos perturba. No se trata de una voluntad de evasión, sino de un distanciamiento aní­mico, por lo que nuestro interior puede hallar equilibrio en el desequilibrio, sosiego en el desasosiego, silencio en el estruendo, pasividad en la agitación o la actividad frenética. Aun en las situa­ciones más conflictivas, es posible seguir conectado con el espacio interno de quietud, porque se sitúa antes de los pensamientos y, mediante el esfuerzo consciente, nos deja recobrar la armonía per­dida. Se aprende a detectar los movimientos de atracción y recha­zo de la mente, como las olas que vienen y van pero no nos su­mergen, porque hemos ejercitado no sólo el estar inmersos en el espectáculo de luces y sombras, sino también el constituir el sere­no y apacible «espectador».
Superar las tendencias perjudiciales -temores, anhelos, odios y obsesiones- no implica reprimir o mutilar las energías instintivas o las emocionales, sino encauzadas y reorientadas. De este modo se madura y se aprende a no dejarse anegar por las corrientes nocivas de pensamiento.
La mente cuenta con numerosos recursos (energía, confianza, contento, tranquilidad, volición y demás) que es preciso actualizar, intensificar y emplear para erradicar tendencias neuróticas. El ser humano, si se lo propone, puede caminar con paso firme hacia el equilibrio integral y convertir su desorden interno en armonía. Si hubiera paz en la mente, las actitudes fueran las correctas y la ener­gía se utilizara noblemente, la sociedad podría experimentar cam­bios tan saludables como profundos. Pero cada uno debe asumir la responsabilidad de recuperar este equilibrio de la mente y purificar las intenciones. Buda declaraba: «¡Abandonad lo que es perjudicial! Se puede abandonar lo perjudicial. Si no fuera posible no os pediría que lo hicieseis». E insistía en la necesidad de cultivar lo pro­vechoso. Decía: «Si el cultivo de lo provechoso acarreara daño y sufrimiento, no os pediría que lo cultivaseis. Pero como trae bene­ficios y felicidad, os digo: ¡Cultivad lo que es provechoso!». Sin embargo, se descuidan muchos aspectos de uno mismo y, en lugar de utilizar la energía (que es poder) para el auto desarrollo y el bie­nestar propio y ajeno, se aplica perjudicialmente.
Es asombroso y alarmante comprobar cómo el ser humano, a pesar de reconocer las calamidades que ha producido a lo largo de la historia debido a las tendencias nocivas de su mente, no toma la firme e inquebrantable resolución de conocerla, reformarla y reorganizarla. Es la constante negativa a aprender de los propios erro­res y remediados. 
Ramiro Calle
del "libro de la Serenidad"

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