La anatomía de Odio, Vaclav Havel
Observando
a esta asamblea me parece que no hay entre nosotros muchos que puedan
reflexionar sobre nuestro tema -el odio- realmente desde dentro, como
algo que han sentido en su propia carne, es decir, sobre la base de su
propia experiencia. Parece que todos los aquí presentes somos meros
observadores preocupados ante ese fenómeno e intentamos analizarlo sólo
desde fuera. Yo me encuentro en el mismo caso: entre mis malas
cualidades, que son bastantes, no existe, sorprendentemente, la
capacidad de odiar. Por esa razón, también yo puedo reflexionar sobre el
odio solamente como preocupado observador, pero no muy entendido
Pensando en los hombres que personalmente me han odiado o me odian me doy cuenta de que tienen en común ciertos rasgos que -sumados y analizados en su conjunto- ofrecen una explicación clara, aunque demasiado general del origen de su odio.
En primer lugar, jamás se trata de hombres vacíos, pasivos, indiferentes o apáticos. Su odio siempre me parece la manifestación de un gran anhelo realmente no satisfecho, de un deseo continuo que jamás se ha cumplido, de una ambición desesperada. Se trata, pues, de una potencia interior enormemente activa que domina a su portador y le somete a una insatisfacción permanente. Niego rotundamente que el odio sea equivalente a una simple ausencia de amor o de humanidad, o un simple vacío en el alma humana. Todo lo contrario: tiene mucho en común con el amor. Al igual que este sentimiento, trasciende de sí mismo, se aferra al otro y depende e incluso delega una parte de su propia identidad en él. Así como el amante anhela a su amado y no puede existir sin él, también el que odia sueña con el odiado. Y tanto el amor como el odio son, en esencia, una manifestación del anhelo de lo absoluto, aunque en el último se trate de una manifestación trágicamente perversa.
Los que odian, al menos los que yo he conocido, son personas con la sensación permanente, imposible de erradicar, de ser tratadas injustamente aunque no sea la situación real. Es como si quisieran ser estimadas, respetadas y amadas sin limitación, y, sin embargo, se vieran permanentemente atormentadas por la dolorosa constatación de que los demás son ingratos e imperdonablemente injustos con ellas. No sólo no las respetan ni las aman como debieran, sino que -según como lo perciben- incluso las ignoran.
En el subconsciente de los que odian dormita la perversa sensación de que ellos son los únicos auténticos portadores de la verdad absoluta, lo que les convierte en superhombres o, incluso, en dioses. Por ello, sienten que merecen el total reconocimiento del mundo, así como una condescendencia y lealtad plenas o una obediencia ciega. Pretenden ser el centro del mundo, por lo que, al comprobar que ni se les considera ni se les valora como tal, que incluso pasan inadvertidos, cuando no son objeto de burla, se sienten frustrados e irritados. Se comportan como niños mimados o mal educados que creen que su madre está en este mundo sólo para adorarlos y se enfadan si ella dedica su atención también a otras cosas, por ejemplo, a sus hermanos, a su esposo, a los libros o a cualquier trabajo. Todo esto lo sienten como una injusticia, una herida, un ataque contra ellos, la puesta en tela de juicio de sus valores. La fuerza interior que podría ser amor se convierte en odio hacia la presunta fuente de agravios.
En el odio -al igual que en un amor frustrado- está presente un trascendentalismo desesperado: los que odian quieren alcanzar lo inalcanzable y sufren sin cesar por la imposibilidad de alcanzarlo a causa, según ellos, de un mundo infame que se lo impide. El odio es la característica diabólica del ángel caído: es un estado del alma que anhela ser Dios e, incluso, cree serlo, pero se siente permanentemente atormentada por las insinuaciones de que no lo es o no puede serlo. Es la característica de un ser celoso de Dios que sufre con la sensación de que el camino hacia el trono de Dios, en el que él mismo debería estar sentado con todo derecho, le es negado por un mundo injusto que conspira contra él.
El hombre que odia jamás será capaz de ver la causa de su fracaso metafísico en sí mismo y en su total subestimación. A sus ojos, el culpable de todo es el mundo que le rodea. Pero es un culpable demasiado abstracto, indefinido y que no puede asir. Debe ser personificado, ya que el odio -como aspiración concreta del alma- necesita también una víctima concreta. Por ello, el hombre que odia encuentra a un culpable concreto. Es, obviamente, sólo un culpable sustitutivo y fácilmente reemplazable por otro. He observado que la sensación de odio resulta, para quien odia, más importante que su objeto, y que es capaz de alternar los objetos muy rápidamente sin alterar en absoluto su relación hacia ellos.
Es comprensible; en realidad él no odia a un hombre concreto como tal, sino lo que dicho hombre representa: el conjunto de obstáculos en su camino hacia lo absoluto, hacia el reconocimiento absoluto, hacia el poder absoluto, hacia la identificación total con Dios, la verdad y el orden del mundo. El odio hacia el prójimo parece ser, por tanto, sólo un odio fisiológicamente materializado hacia el cosmos, que se experimenta como causa de su propio fracaso cósmico.
Se afirma de los que odian que son hombres con complejo de inferioridad, aunque quizá esta no sea una caracterización exacta. Yo más bien diría que son personas que carecen de autoestima.
Me parece fundamental, asimismo, la siguiente observación: el hombre que odia desconoce la sonrisa, sólo conoce la mueca. Es incapaz de bromear con alegría y tan sólo se burla agriamente. Es incapaz de genuina ironía al ser incapaz de autoironía, ya que sólo pueden reír de forma auténtica los que saben reírse de sí mismos. El que odia se caracteriza por una cara seria, una enorme susceptibilidad, palabras fuertes, gritos y una total falta de capacidad de distanciarse de sí mismo lo suficiente como para ver su propia comicidad.
Estas características revelan un dato sumamente significativo: la completa ausencia de cualidades, como el sentimiento de proporcionalidad, el buen gusto, el pudor, la capacidad de verse desde cierta distancia, la capacidad de dudar y preguntar, la conciencia de la propia situación temporal en este mundo y del carácter temporal de todas las cosas. El que odia carece de la conciencia de lo que es genuinamente absurdo: su propia existencia. Tampoco es consciente de que esta existencia suya no es necesaria, de su precariedad, de sus fallos, limitaciones o culpas. En la base de todo ello se encuentra, evidentemente, la carencia trágica, hasta metafísica, del sentido de la medida de las cosas: el que odia no comprende la medida de las cosas, de sus posibilidades, de sus derechos, de su propia existencia y del reconocimiento y del amor que éste implica.
Quiere que el mundo le pertenezca en su totalidad, o sea, que el reconocimiento del mundo no tenga límites. No entiende que debe conquistar el derecho al milagro de su propia existencia y al de su reconocimiento, y hacerse acreedor por medio de sus actos, en lugar de considerarlos como algo gratuito que le ha sido otorgado de una vez, de forma ilimitada y que nunca nadie podrá poner en tela de juicio. En otras palabras, cree que ha recibido un pase especial válido para cualquier lugar y, por lo tanto, también para el cielo. Y cualquiera que se atreva a examinar este pase se convertirá en un enemigo que se porta injustamente con él. Si entiende así su derecho a la existencia y al reconocimiento, no sorprende su irritación permanente con cualquier persona que no sea capaz de deducir todas las consecuencias que este derecho implica.
He observado que quienes odian acusan a los que los rodean -y a través de ellos al mundo entero- de ser malos. El origen de su disgusto lo constituye la sensación de que los hombres malos y el mundo malo les niegan lo que les pertenece de forma natural, por lo que proyectan en ellos su propio enojo. Incluso en esta característica se asemejan a los niños mimados: no entienden que, de vez en cuando, deben hacerse merecedores de algo por sí mismos y que si no reciben inmediatamente todo lo que se les antoja, no es porque alguien quiera tratarlos mal.
El odio entraña un gran egocentrismo y amor propio. Anhelando la autoconfirmación absoluta y no encontrándola, quienes odian se sienten víctimas de injurias pérfidas, malévolas y omnipresentes que deben ser eliminadas para que, al final, la justicia pueda abrirse paso. Naturalmente se trata de una justicia, según ellos la conciben, a su servicio: la entienden como la obligación del reconocimiento que se les debe por algo imposible, o el derecho que tienen a disponer de todo el mundo.
El hombre que odia es esencialmente infeliz, nunca podrá alcanzar la felicidad total. Puesto que, haga lo que haga para ser, por fin, debidamente apreciado o para que, finalmente, se consiga acabar con los que presuntamente tienen la culpa de que él sea menospreciado, jamás logrará obtener el tipo de éxito con el que sueña, es decir, el absoluto: siempre se le aparecerá en cualquier sitio -por ejemplo, en la sonrisa alegre, conciliadora y disculpatoria de su víctima- todo el horror de su impotencia o, mejor, de su incapacidad de ser Dios.
Sólo existe un odio, es decir, no hay diferencia entre el odio individual o colectivo; el que odia al individuo es muy probable que sucumba al odio de un grupo o que lo propague por él. Probablemente, incluso el odio tribal -tanto religioso, ideológico-doctrinal, social, nacional o cualquier otro- represente un embudo que, en última instancia, succiona a todos los que están predispuestos para el odio individual. En otras palabras: el núcleo más característico y el potencial humano de todos los odios tribales lo constituye el conjunto de personas capaces de sentir un odio individualizado.
Además, el odio colectivo, compartido, difundido y ahondado por estas personas, tiene una atracción magnética especial con la que consigue hacer entrar a través de su embudo a muchas otras que, originalmente, parecían no poseer la capacidad de odiar. Se trata de gente moralmente pequeña y débil, egoísta, con un espíritu perezoso, incapaz de pensar por sí misma y, por ello, propensa a sucumbir a la sugestiva influencia de los que odian.
La atracción del odio colectivo -infinitamente más peligroso que el odio individual- se alimenta de varias ventajas evidentes:
1) El odio colectivo libera a los hombres de la soledad, del abandono, del sentimiento de debilidad, de la impotencia y del desprecio, y así, evidentemente, les ayuda a hacer frente a su complejo de fracaso y de ser menospreciados. Al integrarlos a una comunidad, se crea entre ellos una hermandad basada en un principio aglutinador simple -ya que la participación en ella no exige nada-, las condiciones de la admisión se cumplen fácilmente, nadie debe temer suspender el examen de entrada. Entonces, ¿qué puede ser más sencillo que compartir el objeto común de rechazo y adoptar la «Ideología de la Injusticia» conjunta que nos impone el rechazo de ese objeto? Por ejemplo, afirmar que los alemanes, los árabes, los negros, los vietnamitas, los húngaros, los checos, los gitanos o los judíos son culpables de toda la infelicidad del mundo -y especialmente de la desesperación de todas las almas injustamente tratadas- es tan fácil y comprensible. Y siempre podemos encontrar un número suficiente de vietnamitas, húngaros, checos, gitanos o judíos para ilustrar, a través de sus actos, la idea de que precisamente ellos tienen la culpa de todo.
2) La comunidad de los que odian favorece otro aspecto de esta sensación básica de falta de espacio que, a mi juicio, se oculta en todos los que son capaces de odiar: les permite reafirmarse mutuamente, hasta el infinito, sobre su valor, tanto rivalizando en las manifestaciones de odio hacia el grupo elegido como culpable de su menosprecio, como mediante el culto a símbolos y ritos que confirman el valor de la comunidad de los que odian. Compartir el traje, el uniforme, el escudo, la bandera o la canción preferida hermana a los participantes, refuerza su identidad soberana, multiplica, afianza e incrementa su propio valor.
3) Mientras que la agresividad individual implica sólo un riesgo, puesto que despierta el fantasma de la propia responsabilidad, la comunidad de los que odian «legaliza» en cierta forma la agresividad: su manifestación común crea la ilusión de su legitimidad o, al menos, la sensación de una «cobertura colectiva». Escondido en el grupo, la manada o la masa, todo hombre violento en potencia suele ser, por naturaleza, más atrevido; unos estimulan a otros y todos -debido precisamente a su mayor número- se convencen mutuamente de su legalidad.
4) Y, por último, el principio del odio tribal facilita sustancialmente la vida de todos los que odian, incapaces de reflexiones independientes, puesto que les ofrece algo simple y reconocible a primera vista como objeto de su odio en tanto que culpable de su propia sensación de injusticia. El proceso de materialización de la injusticia general del mundo en el que la representa y al que es necesario odiar se simplifica enormemente ofreciendo «un culpable» fácilmente identificable por el color de su piel, la lengua en que habla, la religión que profesa o el lugar del globo terrestre donde habita.
El odio colectivo tiene, además, otra ventaja intencionada: la discreción con la que surge. Existe toda una serie de estados, aparentemente inocentes para la mayoría, de los que nacen los casi imperceptibles grados anteriores al odio potencia¡, convirtiéndose en un campo vasto y fértil en el que las semillas del odio echan raíces y brotan con facilidad. Voy a mencionar al menos tres ejemplos.
¿Dónde puede surgir esa sensación hipertrófica de injusticia universal mejor y con mayor éxito que precisamente allí donde se cometió una verdadera injusticia real? La base perfecta para la sensación de sentirse menospreciado la encontramos, lógicamente, en la situación en que alguien ha sido menospreciado, ofendido o realmente engañado. El medio idóneo para que esta sensación enfermiza de agravio prospere lo ofrecen, obviamente, las condiciones en que se cometen agravios. El odio colectivo se vuelve más creíble y atractivo en ambientes dominados por personas que, de una u otra forma, sufren, es decir, en un clima de infortunio humano.
El segundo ejemplo es que el milagro de la mente y del genio humano está vinculado a la capacidad de generalización; difícilmente podemos imaginarnos la historia del espíritu humano sin ella. En realidad, todo el que piensa generaliza de alguna manera; sin embargo, esta capacidad es un don muy delicado que ha de manejarse con suma cautela. Los espíritus menos agudos son los que más fácilmente pueden apoyarse en el acto de la generalización. Cuando damos a la ligera nuestras opiniones e ideas sobre otras naciones -todos, en alguna ocasión, hemos afirmado que los franceses, los ingleses o los rusos son de esta o aquella manera-, no queremos hacer mal a nadie, sólo intentamos conocer mejor la realidad mediante nuestras expresiones generalizadoras. No obstante, este tipo de generalizaciones entraña un enorme peligro: con ellas, sin pretenderlo, estamos privando a un determinado grupo de seres humanos, en este caso definido étnicamente, de sus almas individuales y de su responsabilidad individual, y los estamos dotando de una responsabilidad colectiva abstracta. Y esto es precisamente lo que puede convertirse en evidente punto de partida de un odio colectivo: los individuos se vuelven malos y perversos a prior¡, únicamente por su origen. El racismo, uno de los peores males del mundo actual, nace, en parte, de ese tipo de imprudencias en las generalizaciones.
Finalmente, el tercer escalón del odio colectivo que quiero mencionar lo constituye algo que llamaría «la diversidad de los rasgos distintivos colectivos». Uno de los aspectos que confiere a la vida su belleza y su misterio lo constituye, no ya la diversidad y la total falta de comprensión de cada hombre con respecto a los demás, sino el hecho de que esta diferenciación se mantiene incluso entre grupos de individuos a los que unen sus costumbres y hábitos sociales, sus tradiciones, su temperamento, su estilo de vida y de pensar, su jerarquía de valores y, naturalmente, su fe, el color de la piel, el modo de vestir, etc. Estos rasgos distintivos suelen ser realmente colectivos, y es completamente comprensible que esos rasgos compartidos en un grupo distinto al nuestro originen en el grupo al que nosotros pertenecemos sorpresa, extrañeza, incomprensión y hasta burla. El mismo asombro que provoca en nosotros la diferencia de los demás surge en ellos con respecto a nosotros.
Esta diversidad entre las comunidades puede, por supuesto, aceptarse comprensiva y tolerantemente como una realidad que enriquece la vida; puede estimarse y respetarse, incluso puede considerarse divertida, pero, con igual facilidad, puede convertirse en fuente de incomprensión y rechazo y, por ello, en la base de un incipiente odio.
La conciencia de la injusticia, la capacidad de generalización y el conocimiento de los rasgos distintivos constituyen un terreno peligroso y sólo unos pocos de los que se mueven en él son capaces de reconocer el germen de un odio colectivo que va echando raíces o que ya ha crecido en él.
Varios observadores califican la actual Europa Central y Oriental como un polvorín en potencia, es decir, un espacio de floreciente nacionalismo, intolerancia étnica y, por tanto, sometido a manifestaciones diversas de odio colectivo. En ocasiones llegan a describirlo como fuente posible de una futura inestabilidad europea y de grave amenaza para la paz. En el trasfondo de reflexiones tan pesimistas podemos presentir, a veces, incluso anhelos nostálgicos de los buenos viejos tiempos de la guerra fría, cuando las dos mitades de Europa se tenían mutuamente en jaque y, gracias a ello, la tranquilidad parecía reinar en todas partes.
No comparto el pesimismo de estos observadores. Pese a ello, reconozco que el rincón del mundo del que provengo podría convertirse -si no extremamos nuestra vigilancia y el sentido común-, en el terreno propicio para el nacimiento y desarrollo del odio colectivo. Esto es así por varias razones más o menos comprensibles.
En primer lugar, debemos ser conscientes de que en este espacio de Europa Central y Oriental conviven numerosas naciones y varios grupos étnicos entremezclados y que difícilmente podemos imaginarnos fronteras ideales que los separen. La existencia de numerosas minorías, y minorías dentro de las minorías, hace que las fronteras sean frecuentemente artificiales, lo que convierte a esta zona en una caldera internacional conjunta. Además, estas naciones han carecido de oportunidades históricas para defender su soberanía política y su propio Estado. Durante siglos vivieron bajo el manto de la monarquía austrohúngara y tras el breve período de entreguerras estuvieron, de una u otra forma, sometidas por Hitler y, a continuación, por Stalin. De este modo, las decenas de años o siglos enteros con que contaron los pueblos de Europa Occidental para desarrollar este proceso, en el caso de las naciones centroeuropeas se reducen a tan sólo veinte años, es decir, el período entre las dos guerras mundiales.
Con razón llevan en su subconsciente colectivo la sensación de injusticia histórica. Y por ello, este sentimiento hipertrofiado, característico del odio, puede encontrar allí, lógicamente, condiciones favorables para su nacimiento y su desarrollo.
El sistema totalitario que ha dominado durante largos años a la mayoría de estos países se caracteriza, entre otras cosas, por la tendencia a igualar y uniformizar todo, de manera que durante decenios oprimió con dureza cualquier soberanía o, si quieren, aquellos rasgos distintivos de las naciones subyugadas. Desde la estructura de la administración central hasta las estrellas en los tejados todo era igual, es decir, importado de la Unión Soviética. No es de extrañar, por tanto, que en el momento en que esas naciones se liberaron del sistema totalitario se dieran cuenta súbitamente, con inusual claridad, de su «diversidad» mutua y, de repente, liberada. Y habría sido un milagro que esa «diversidad», invisible desde fuera durante años y, por ello, desconocida y no aceptada mentalmente, no provocase asombros. Desprovistos de los idénticos uniformes y máscaras que nos habían sido impuestos, ahora vemos nuestras auténticas caras por primera vez. Se produce una especie de impacto ante nuestros rasgos distintivos y surge, así, una nueva condición favorable para el nacimiento de una resistencia conjunta que, en determinadas circunstancias, podría convertirse incluso en un sentimiento colectivo de odio. Dicho de forma más sencilla, estas naciones han carecido del tiempo necesario para que su existencia como Estados madurase suficientemente y para acostumbrarse a su «diversidad» mutua perfilada políticamente. También en este caso podemos compararlas con niños: sencillamente, esas naciones, en muchos aspectos, no han dispuesto del tiempo suficiente para alcanzar la madurez política.
Como es natural, después de todas las circunstancias por las que han pasado sienten la necesidad de hacer rápidamente viable su existencia y alcanzar su reconocimiento y su estimación. Desean, simplemente, que el resto del mundo las conozca y las tome en consideración, pretenden que su «diversidad» sea reconocida. Y, al mismo tiempo, aun provistas de una inseguridad interior en sí mismas y en la medida de su reconocimiento, se encuentran nerviosas y se preguntan si las otras -de repente tan diferentes a ellas- no les privarán de una parte de las atenciones que, de otro modo, merecerían solamente ellas.
Durante años, el sistema totalitario suprimió en esa parte de Europa la independencia y originalidad de los hombres, tratando de convertirlos en piezas obedientes de su maquinaria. La escasez de cultura ciudadana, destruida por ese sistema durante tanto tiempo, y su presión totalmente desmoralizadora permiten la proliferación de ese tipo de generalizaciones imprudentes que acompañan siempre a la intolerancia nacional. El respeto a los derechos humanos, que implica el rechazo del principio de responsabilidad colectiva, es siempre el resultado de una mínima cultura ciudadana.
Ojalá mi descripción, sumamente breve y, por ello, necesariamente simplificadora, deje claro que en esta parte de Europa existen condiciones relativamente propicias para el surgimiento de la intolerancia nacional o, incluso, del odio.
Además, cabe señalar otro factor importante: después de la alegría de la propia liberación llega, inevitablemente, la fase de la desilusión y la depresión: sólo ahora, cuando podemos describir y nombrar la verdad de todo, nos damos cuenta del terrible legado del sistema totalitario en toda su extensión y somos conscientes de lo largo y difícil que será el camino que nos lleve a superar los daños causados.
Este estado de total frustración puede provocar que muchos descarguen su ira en «cabezas de turco» que, según ellos, reemplacen al principal culpable, ahora ya liquidado, o sea, al sistema totalitario. La rabia impotente busca con ansia su pararrayos.
Reitero que al hablar sobre el peligro del odio nacional en Europa Central y Oriental no lo hago como si se tratara de nuestro porvenir, sino de un peligro latente. Hay que comprender dicho peligro para poder afrontarlo con eficacia. Es una obligación de todos los que vivimos en los países del ex bloque soviético. Debemos luchar enérgicamente contra cualquiera de los posibles gérmenes del odio colectivo, no sólo por principios, sino también porque hay que hacer frente al mal también por nuestro propio interés.
Los hindúes tienen una fábula sobre el pájaro mítico Bhérunda. Es un pájaro con un cuerpo pero con dos cuellos, dos cabezas y dos conciencias independientes. A raíz de la continua convivencia, las dos cabezas empezaron a odiarse y decidieron hacerse daño entre sí, por lo que empezaron a tragar piedras y veneno. El resultado es evidente: el pájaro Bhérunda empieza a tener espasmos y muere gimiendo en voz alta. Krishna, con su misericordia ilimitada, lo resucita para que recuerde siempre a los hombres cuál es el final de cualquier odio. Jamás consume sólo al odiado, sino siempre y a la vez -y puede que con más fuerza- al que odia.
También nosotros, los que vivimos en las resurgidas democracias europeas, deberíamos recordar esta fábula diariamente: si una de ellas se deja vencer por la tentación de odiar a la otra, todos terminaremos como el pájaro Bhérunda. Con la diferencia de que, en esta tierra, difícilmente encontraremos a un Krishna que nos libere de nuestro infortunio.
Oslo 29 de agosto, 1990
Fte: http://porlaconciencia.com
Pensando en los hombres que personalmente me han odiado o me odian me doy cuenta de que tienen en común ciertos rasgos que -sumados y analizados en su conjunto- ofrecen una explicación clara, aunque demasiado general del origen de su odio.
En primer lugar, jamás se trata de hombres vacíos, pasivos, indiferentes o apáticos. Su odio siempre me parece la manifestación de un gran anhelo realmente no satisfecho, de un deseo continuo que jamás se ha cumplido, de una ambición desesperada. Se trata, pues, de una potencia interior enormemente activa que domina a su portador y le somete a una insatisfacción permanente. Niego rotundamente que el odio sea equivalente a una simple ausencia de amor o de humanidad, o un simple vacío en el alma humana. Todo lo contrario: tiene mucho en común con el amor. Al igual que este sentimiento, trasciende de sí mismo, se aferra al otro y depende e incluso delega una parte de su propia identidad en él. Así como el amante anhela a su amado y no puede existir sin él, también el que odia sueña con el odiado. Y tanto el amor como el odio son, en esencia, una manifestación del anhelo de lo absoluto, aunque en el último se trate de una manifestación trágicamente perversa.
Los que odian, al menos los que yo he conocido, son personas con la sensación permanente, imposible de erradicar, de ser tratadas injustamente aunque no sea la situación real. Es como si quisieran ser estimadas, respetadas y amadas sin limitación, y, sin embargo, se vieran permanentemente atormentadas por la dolorosa constatación de que los demás son ingratos e imperdonablemente injustos con ellas. No sólo no las respetan ni las aman como debieran, sino que -según como lo perciben- incluso las ignoran.
En el subconsciente de los que odian dormita la perversa sensación de que ellos son los únicos auténticos portadores de la verdad absoluta, lo que les convierte en superhombres o, incluso, en dioses. Por ello, sienten que merecen el total reconocimiento del mundo, así como una condescendencia y lealtad plenas o una obediencia ciega. Pretenden ser el centro del mundo, por lo que, al comprobar que ni se les considera ni se les valora como tal, que incluso pasan inadvertidos, cuando no son objeto de burla, se sienten frustrados e irritados. Se comportan como niños mimados o mal educados que creen que su madre está en este mundo sólo para adorarlos y se enfadan si ella dedica su atención también a otras cosas, por ejemplo, a sus hermanos, a su esposo, a los libros o a cualquier trabajo. Todo esto lo sienten como una injusticia, una herida, un ataque contra ellos, la puesta en tela de juicio de sus valores. La fuerza interior que podría ser amor se convierte en odio hacia la presunta fuente de agravios.
En el odio -al igual que en un amor frustrado- está presente un trascendentalismo desesperado: los que odian quieren alcanzar lo inalcanzable y sufren sin cesar por la imposibilidad de alcanzarlo a causa, según ellos, de un mundo infame que se lo impide. El odio es la característica diabólica del ángel caído: es un estado del alma que anhela ser Dios e, incluso, cree serlo, pero se siente permanentemente atormentada por las insinuaciones de que no lo es o no puede serlo. Es la característica de un ser celoso de Dios que sufre con la sensación de que el camino hacia el trono de Dios, en el que él mismo debería estar sentado con todo derecho, le es negado por un mundo injusto que conspira contra él.
El hombre que odia jamás será capaz de ver la causa de su fracaso metafísico en sí mismo y en su total subestimación. A sus ojos, el culpable de todo es el mundo que le rodea. Pero es un culpable demasiado abstracto, indefinido y que no puede asir. Debe ser personificado, ya que el odio -como aspiración concreta del alma- necesita también una víctima concreta. Por ello, el hombre que odia encuentra a un culpable concreto. Es, obviamente, sólo un culpable sustitutivo y fácilmente reemplazable por otro. He observado que la sensación de odio resulta, para quien odia, más importante que su objeto, y que es capaz de alternar los objetos muy rápidamente sin alterar en absoluto su relación hacia ellos.
Es comprensible; en realidad él no odia a un hombre concreto como tal, sino lo que dicho hombre representa: el conjunto de obstáculos en su camino hacia lo absoluto, hacia el reconocimiento absoluto, hacia el poder absoluto, hacia la identificación total con Dios, la verdad y el orden del mundo. El odio hacia el prójimo parece ser, por tanto, sólo un odio fisiológicamente materializado hacia el cosmos, que se experimenta como causa de su propio fracaso cósmico.
Se afirma de los que odian que son hombres con complejo de inferioridad, aunque quizá esta no sea una caracterización exacta. Yo más bien diría que son personas que carecen de autoestima.
Me parece fundamental, asimismo, la siguiente observación: el hombre que odia desconoce la sonrisa, sólo conoce la mueca. Es incapaz de bromear con alegría y tan sólo se burla agriamente. Es incapaz de genuina ironía al ser incapaz de autoironía, ya que sólo pueden reír de forma auténtica los que saben reírse de sí mismos. El que odia se caracteriza por una cara seria, una enorme susceptibilidad, palabras fuertes, gritos y una total falta de capacidad de distanciarse de sí mismo lo suficiente como para ver su propia comicidad.
Estas características revelan un dato sumamente significativo: la completa ausencia de cualidades, como el sentimiento de proporcionalidad, el buen gusto, el pudor, la capacidad de verse desde cierta distancia, la capacidad de dudar y preguntar, la conciencia de la propia situación temporal en este mundo y del carácter temporal de todas las cosas. El que odia carece de la conciencia de lo que es genuinamente absurdo: su propia existencia. Tampoco es consciente de que esta existencia suya no es necesaria, de su precariedad, de sus fallos, limitaciones o culpas. En la base de todo ello se encuentra, evidentemente, la carencia trágica, hasta metafísica, del sentido de la medida de las cosas: el que odia no comprende la medida de las cosas, de sus posibilidades, de sus derechos, de su propia existencia y del reconocimiento y del amor que éste implica.
Quiere que el mundo le pertenezca en su totalidad, o sea, que el reconocimiento del mundo no tenga límites. No entiende que debe conquistar el derecho al milagro de su propia existencia y al de su reconocimiento, y hacerse acreedor por medio de sus actos, en lugar de considerarlos como algo gratuito que le ha sido otorgado de una vez, de forma ilimitada y que nunca nadie podrá poner en tela de juicio. En otras palabras, cree que ha recibido un pase especial válido para cualquier lugar y, por lo tanto, también para el cielo. Y cualquiera que se atreva a examinar este pase se convertirá en un enemigo que se porta injustamente con él. Si entiende así su derecho a la existencia y al reconocimiento, no sorprende su irritación permanente con cualquier persona que no sea capaz de deducir todas las consecuencias que este derecho implica.
He observado que quienes odian acusan a los que los rodean -y a través de ellos al mundo entero- de ser malos. El origen de su disgusto lo constituye la sensación de que los hombres malos y el mundo malo les niegan lo que les pertenece de forma natural, por lo que proyectan en ellos su propio enojo. Incluso en esta característica se asemejan a los niños mimados: no entienden que, de vez en cuando, deben hacerse merecedores de algo por sí mismos y que si no reciben inmediatamente todo lo que se les antoja, no es porque alguien quiera tratarlos mal.
El odio entraña un gran egocentrismo y amor propio. Anhelando la autoconfirmación absoluta y no encontrándola, quienes odian se sienten víctimas de injurias pérfidas, malévolas y omnipresentes que deben ser eliminadas para que, al final, la justicia pueda abrirse paso. Naturalmente se trata de una justicia, según ellos la conciben, a su servicio: la entienden como la obligación del reconocimiento que se les debe por algo imposible, o el derecho que tienen a disponer de todo el mundo.
El hombre que odia es esencialmente infeliz, nunca podrá alcanzar la felicidad total. Puesto que, haga lo que haga para ser, por fin, debidamente apreciado o para que, finalmente, se consiga acabar con los que presuntamente tienen la culpa de que él sea menospreciado, jamás logrará obtener el tipo de éxito con el que sueña, es decir, el absoluto: siempre se le aparecerá en cualquier sitio -por ejemplo, en la sonrisa alegre, conciliadora y disculpatoria de su víctima- todo el horror de su impotencia o, mejor, de su incapacidad de ser Dios.
Sólo existe un odio, es decir, no hay diferencia entre el odio individual o colectivo; el que odia al individuo es muy probable que sucumba al odio de un grupo o que lo propague por él. Probablemente, incluso el odio tribal -tanto religioso, ideológico-doctrinal, social, nacional o cualquier otro- represente un embudo que, en última instancia, succiona a todos los que están predispuestos para el odio individual. En otras palabras: el núcleo más característico y el potencial humano de todos los odios tribales lo constituye el conjunto de personas capaces de sentir un odio individualizado.
Además, el odio colectivo, compartido, difundido y ahondado por estas personas, tiene una atracción magnética especial con la que consigue hacer entrar a través de su embudo a muchas otras que, originalmente, parecían no poseer la capacidad de odiar. Se trata de gente moralmente pequeña y débil, egoísta, con un espíritu perezoso, incapaz de pensar por sí misma y, por ello, propensa a sucumbir a la sugestiva influencia de los que odian.
La atracción del odio colectivo -infinitamente más peligroso que el odio individual- se alimenta de varias ventajas evidentes:
1) El odio colectivo libera a los hombres de la soledad, del abandono, del sentimiento de debilidad, de la impotencia y del desprecio, y así, evidentemente, les ayuda a hacer frente a su complejo de fracaso y de ser menospreciados. Al integrarlos a una comunidad, se crea entre ellos una hermandad basada en un principio aglutinador simple -ya que la participación en ella no exige nada-, las condiciones de la admisión se cumplen fácilmente, nadie debe temer suspender el examen de entrada. Entonces, ¿qué puede ser más sencillo que compartir el objeto común de rechazo y adoptar la «Ideología de la Injusticia» conjunta que nos impone el rechazo de ese objeto? Por ejemplo, afirmar que los alemanes, los árabes, los negros, los vietnamitas, los húngaros, los checos, los gitanos o los judíos son culpables de toda la infelicidad del mundo -y especialmente de la desesperación de todas las almas injustamente tratadas- es tan fácil y comprensible. Y siempre podemos encontrar un número suficiente de vietnamitas, húngaros, checos, gitanos o judíos para ilustrar, a través de sus actos, la idea de que precisamente ellos tienen la culpa de todo.
2) La comunidad de los que odian favorece otro aspecto de esta sensación básica de falta de espacio que, a mi juicio, se oculta en todos los que son capaces de odiar: les permite reafirmarse mutuamente, hasta el infinito, sobre su valor, tanto rivalizando en las manifestaciones de odio hacia el grupo elegido como culpable de su menosprecio, como mediante el culto a símbolos y ritos que confirman el valor de la comunidad de los que odian. Compartir el traje, el uniforme, el escudo, la bandera o la canción preferida hermana a los participantes, refuerza su identidad soberana, multiplica, afianza e incrementa su propio valor.
3) Mientras que la agresividad individual implica sólo un riesgo, puesto que despierta el fantasma de la propia responsabilidad, la comunidad de los que odian «legaliza» en cierta forma la agresividad: su manifestación común crea la ilusión de su legitimidad o, al menos, la sensación de una «cobertura colectiva». Escondido en el grupo, la manada o la masa, todo hombre violento en potencia suele ser, por naturaleza, más atrevido; unos estimulan a otros y todos -debido precisamente a su mayor número- se convencen mutuamente de su legalidad.
4) Y, por último, el principio del odio tribal facilita sustancialmente la vida de todos los que odian, incapaces de reflexiones independientes, puesto que les ofrece algo simple y reconocible a primera vista como objeto de su odio en tanto que culpable de su propia sensación de injusticia. El proceso de materialización de la injusticia general del mundo en el que la representa y al que es necesario odiar se simplifica enormemente ofreciendo «un culpable» fácilmente identificable por el color de su piel, la lengua en que habla, la religión que profesa o el lugar del globo terrestre donde habita.
El odio colectivo tiene, además, otra ventaja intencionada: la discreción con la que surge. Existe toda una serie de estados, aparentemente inocentes para la mayoría, de los que nacen los casi imperceptibles grados anteriores al odio potencia¡, convirtiéndose en un campo vasto y fértil en el que las semillas del odio echan raíces y brotan con facilidad. Voy a mencionar al menos tres ejemplos.
¿Dónde puede surgir esa sensación hipertrófica de injusticia universal mejor y con mayor éxito que precisamente allí donde se cometió una verdadera injusticia real? La base perfecta para la sensación de sentirse menospreciado la encontramos, lógicamente, en la situación en que alguien ha sido menospreciado, ofendido o realmente engañado. El medio idóneo para que esta sensación enfermiza de agravio prospere lo ofrecen, obviamente, las condiciones en que se cometen agravios. El odio colectivo se vuelve más creíble y atractivo en ambientes dominados por personas que, de una u otra forma, sufren, es decir, en un clima de infortunio humano.
El segundo ejemplo es que el milagro de la mente y del genio humano está vinculado a la capacidad de generalización; difícilmente podemos imaginarnos la historia del espíritu humano sin ella. En realidad, todo el que piensa generaliza de alguna manera; sin embargo, esta capacidad es un don muy delicado que ha de manejarse con suma cautela. Los espíritus menos agudos son los que más fácilmente pueden apoyarse en el acto de la generalización. Cuando damos a la ligera nuestras opiniones e ideas sobre otras naciones -todos, en alguna ocasión, hemos afirmado que los franceses, los ingleses o los rusos son de esta o aquella manera-, no queremos hacer mal a nadie, sólo intentamos conocer mejor la realidad mediante nuestras expresiones generalizadoras. No obstante, este tipo de generalizaciones entraña un enorme peligro: con ellas, sin pretenderlo, estamos privando a un determinado grupo de seres humanos, en este caso definido étnicamente, de sus almas individuales y de su responsabilidad individual, y los estamos dotando de una responsabilidad colectiva abstracta. Y esto es precisamente lo que puede convertirse en evidente punto de partida de un odio colectivo: los individuos se vuelven malos y perversos a prior¡, únicamente por su origen. El racismo, uno de los peores males del mundo actual, nace, en parte, de ese tipo de imprudencias en las generalizaciones.
Finalmente, el tercer escalón del odio colectivo que quiero mencionar lo constituye algo que llamaría «la diversidad de los rasgos distintivos colectivos». Uno de los aspectos que confiere a la vida su belleza y su misterio lo constituye, no ya la diversidad y la total falta de comprensión de cada hombre con respecto a los demás, sino el hecho de que esta diferenciación se mantiene incluso entre grupos de individuos a los que unen sus costumbres y hábitos sociales, sus tradiciones, su temperamento, su estilo de vida y de pensar, su jerarquía de valores y, naturalmente, su fe, el color de la piel, el modo de vestir, etc. Estos rasgos distintivos suelen ser realmente colectivos, y es completamente comprensible que esos rasgos compartidos en un grupo distinto al nuestro originen en el grupo al que nosotros pertenecemos sorpresa, extrañeza, incomprensión y hasta burla. El mismo asombro que provoca en nosotros la diferencia de los demás surge en ellos con respecto a nosotros.
Esta diversidad entre las comunidades puede, por supuesto, aceptarse comprensiva y tolerantemente como una realidad que enriquece la vida; puede estimarse y respetarse, incluso puede considerarse divertida, pero, con igual facilidad, puede convertirse en fuente de incomprensión y rechazo y, por ello, en la base de un incipiente odio.
La conciencia de la injusticia, la capacidad de generalización y el conocimiento de los rasgos distintivos constituyen un terreno peligroso y sólo unos pocos de los que se mueven en él son capaces de reconocer el germen de un odio colectivo que va echando raíces o que ya ha crecido en él.
Varios observadores califican la actual Europa Central y Oriental como un polvorín en potencia, es decir, un espacio de floreciente nacionalismo, intolerancia étnica y, por tanto, sometido a manifestaciones diversas de odio colectivo. En ocasiones llegan a describirlo como fuente posible de una futura inestabilidad europea y de grave amenaza para la paz. En el trasfondo de reflexiones tan pesimistas podemos presentir, a veces, incluso anhelos nostálgicos de los buenos viejos tiempos de la guerra fría, cuando las dos mitades de Europa se tenían mutuamente en jaque y, gracias a ello, la tranquilidad parecía reinar en todas partes.
No comparto el pesimismo de estos observadores. Pese a ello, reconozco que el rincón del mundo del que provengo podría convertirse -si no extremamos nuestra vigilancia y el sentido común-, en el terreno propicio para el nacimiento y desarrollo del odio colectivo. Esto es así por varias razones más o menos comprensibles.
En primer lugar, debemos ser conscientes de que en este espacio de Europa Central y Oriental conviven numerosas naciones y varios grupos étnicos entremezclados y que difícilmente podemos imaginarnos fronteras ideales que los separen. La existencia de numerosas minorías, y minorías dentro de las minorías, hace que las fronteras sean frecuentemente artificiales, lo que convierte a esta zona en una caldera internacional conjunta. Además, estas naciones han carecido de oportunidades históricas para defender su soberanía política y su propio Estado. Durante siglos vivieron bajo el manto de la monarquía austrohúngara y tras el breve período de entreguerras estuvieron, de una u otra forma, sometidas por Hitler y, a continuación, por Stalin. De este modo, las decenas de años o siglos enteros con que contaron los pueblos de Europa Occidental para desarrollar este proceso, en el caso de las naciones centroeuropeas se reducen a tan sólo veinte años, es decir, el período entre las dos guerras mundiales.
Con razón llevan en su subconsciente colectivo la sensación de injusticia histórica. Y por ello, este sentimiento hipertrofiado, característico del odio, puede encontrar allí, lógicamente, condiciones favorables para su nacimiento y su desarrollo.
El sistema totalitario que ha dominado durante largos años a la mayoría de estos países se caracteriza, entre otras cosas, por la tendencia a igualar y uniformizar todo, de manera que durante decenios oprimió con dureza cualquier soberanía o, si quieren, aquellos rasgos distintivos de las naciones subyugadas. Desde la estructura de la administración central hasta las estrellas en los tejados todo era igual, es decir, importado de la Unión Soviética. No es de extrañar, por tanto, que en el momento en que esas naciones se liberaron del sistema totalitario se dieran cuenta súbitamente, con inusual claridad, de su «diversidad» mutua y, de repente, liberada. Y habría sido un milagro que esa «diversidad», invisible desde fuera durante años y, por ello, desconocida y no aceptada mentalmente, no provocase asombros. Desprovistos de los idénticos uniformes y máscaras que nos habían sido impuestos, ahora vemos nuestras auténticas caras por primera vez. Se produce una especie de impacto ante nuestros rasgos distintivos y surge, así, una nueva condición favorable para el nacimiento de una resistencia conjunta que, en determinadas circunstancias, podría convertirse incluso en un sentimiento colectivo de odio. Dicho de forma más sencilla, estas naciones han carecido del tiempo necesario para que su existencia como Estados madurase suficientemente y para acostumbrarse a su «diversidad» mutua perfilada políticamente. También en este caso podemos compararlas con niños: sencillamente, esas naciones, en muchos aspectos, no han dispuesto del tiempo suficiente para alcanzar la madurez política.
Como es natural, después de todas las circunstancias por las que han pasado sienten la necesidad de hacer rápidamente viable su existencia y alcanzar su reconocimiento y su estimación. Desean, simplemente, que el resto del mundo las conozca y las tome en consideración, pretenden que su «diversidad» sea reconocida. Y, al mismo tiempo, aun provistas de una inseguridad interior en sí mismas y en la medida de su reconocimiento, se encuentran nerviosas y se preguntan si las otras -de repente tan diferentes a ellas- no les privarán de una parte de las atenciones que, de otro modo, merecerían solamente ellas.
Durante años, el sistema totalitario suprimió en esa parte de Europa la independencia y originalidad de los hombres, tratando de convertirlos en piezas obedientes de su maquinaria. La escasez de cultura ciudadana, destruida por ese sistema durante tanto tiempo, y su presión totalmente desmoralizadora permiten la proliferación de ese tipo de generalizaciones imprudentes que acompañan siempre a la intolerancia nacional. El respeto a los derechos humanos, que implica el rechazo del principio de responsabilidad colectiva, es siempre el resultado de una mínima cultura ciudadana.
Ojalá mi descripción, sumamente breve y, por ello, necesariamente simplificadora, deje claro que en esta parte de Europa existen condiciones relativamente propicias para el surgimiento de la intolerancia nacional o, incluso, del odio.
Además, cabe señalar otro factor importante: después de la alegría de la propia liberación llega, inevitablemente, la fase de la desilusión y la depresión: sólo ahora, cuando podemos describir y nombrar la verdad de todo, nos damos cuenta del terrible legado del sistema totalitario en toda su extensión y somos conscientes de lo largo y difícil que será el camino que nos lleve a superar los daños causados.
Este estado de total frustración puede provocar que muchos descarguen su ira en «cabezas de turco» que, según ellos, reemplacen al principal culpable, ahora ya liquidado, o sea, al sistema totalitario. La rabia impotente busca con ansia su pararrayos.
Reitero que al hablar sobre el peligro del odio nacional en Europa Central y Oriental no lo hago como si se tratara de nuestro porvenir, sino de un peligro latente. Hay que comprender dicho peligro para poder afrontarlo con eficacia. Es una obligación de todos los que vivimos en los países del ex bloque soviético. Debemos luchar enérgicamente contra cualquiera de los posibles gérmenes del odio colectivo, no sólo por principios, sino también porque hay que hacer frente al mal también por nuestro propio interés.
Los hindúes tienen una fábula sobre el pájaro mítico Bhérunda. Es un pájaro con un cuerpo pero con dos cuellos, dos cabezas y dos conciencias independientes. A raíz de la continua convivencia, las dos cabezas empezaron a odiarse y decidieron hacerse daño entre sí, por lo que empezaron a tragar piedras y veneno. El resultado es evidente: el pájaro Bhérunda empieza a tener espasmos y muere gimiendo en voz alta. Krishna, con su misericordia ilimitada, lo resucita para que recuerde siempre a los hombres cuál es el final de cualquier odio. Jamás consume sólo al odiado, sino siempre y a la vez -y puede que con más fuerza- al que odia.
También nosotros, los que vivimos en las resurgidas democracias europeas, deberíamos recordar esta fábula diariamente: si una de ellas se deja vencer por la tentación de odiar a la otra, todos terminaremos como el pájaro Bhérunda. Con la diferencia de que, en esta tierra, difícilmente encontraremos a un Krishna que nos libere de nuestro infortunio.
Oslo 29 de agosto, 1990
Fte: http://porlaconciencia.com
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