Entre el miedo y el tiempo


Miedo
El miedo es quizás la faceta más clara y evidente de una situación de tensión. Los músculos de la cara se tensan, el ritmo cardíaco y la respiración se alteran, la mirada se pierde y la capacidad de compre
nder lo que está pasando disminuye considerablemente. No es sino hasta que se logra aterrizar en la realidad que se puede volver a razonar y a reaccionar emocionalmente de acuerdo a la situación. Y una vez pasada la complicación uno comienza a contar a otros o a sí mismo, que dicho sea de paso es una forma de resolver, diciendo frases que comienzan con un “hubiera”, y aún al paso de los meses o de los años, de forma mucho más serena, se pueden elaborar otras a las que se les anticipa un “ahora que lo pienso”. Es entonces cuando la psicología arquea una de sus cejas mientras levanta su dedo índice diciendo: tal como lo predije, el miedo no es sino un período de inestabilidad que tiende hacia el progreso, una necesidad del ser humano de entrar en conflicto para superar el estadio actual en el que se encuentra. Se ha hecho la humanidad.

Pero esto muchas veces no sucede como dicen los libros. Pese a que el miedo puede ser un estado de alerta también es válido suponer que se convierte, en determinadas circunstancias, en un estado de vida casi permanente que procura con mucho esfuerzo la sobrevivencia. Es decir, cuando se cae en cuenta de que al imaginar un proyecto de vida se debe considerar, cuando menos de entrada, las complicaciones que causa la incertidumbre, el cálculo de nuestros movimientos y la agilidad de nuestras acciones dada la desconfianza en el otro a quien lejos de ver como aliado vemos como un potencial contrincante; y la ansiedad que resulta de la necesidad de cumplir con las exigencias de la vida moderna frente a la ausencia de las condiciones básicas para satisfacerlas.

Experimentado de forma personal y diluido en las preocupaciones del día a día, el miedo es interpretado como un asunto que concierne a lo privado y por lo tanto su resolución es responsabilidad única de quien lo vive, en resumen, el castigo y la inhibición se vuelcan contra el sujeto individualizado, solitario y aislado de todo contexto colectivo.

Tiempo

Quien se haya enfrascado en alguna querella infantil, como disputarse un premio, como querer salir de una molotera o simplemente caer en cuenta que se lleva todas las de perder, recordará que un recurso válido y comúnmente utilizado era la solicitud de tiempo. Ese tiempo es el necesario para poner en orden las ideas y evaluar la situación a niveles microscópicos o cuando menos para recuperar un poco de fuerzas para continuar en la lucha que se está librando. El tiempo que transcurre entre una embestida y otra resulta ser fundamental y cuando este no es posible no queda otra que fiarse del instinto “cuando la cosa está caliente”. Puede que las circunstancias favorezcan y el impulso encuentre finalmente su recompensa, pero también puede suceder que en el riesgo se pierda ante la incapacidad de interpretar y analizar las amenazas con claridad.

Todo mundo pide un tiempo, no el tiempo, simplemente un tiempo para reconsiderar la situación, los deportes tienen tiempos para descansar y reorganizar a los equipos, las parejas se piden tiempo para pensar, las computadoras piden tiempo para procesar la información. Un tiempo nada más.

Pero las actuales circunstancias no dan para tanto; la consagración de miedo en la sociedad actual debe su reinado, entre otros factores, a la rapidez de los usos del poder, a la ausencia de treguas para rearticular el pensamiento y la emoción, a la constante y permanente refuncionalización del miedo a través de la violencia y la agresión.

Para superar el miedo es condición sine qua non comprender lo que sucedió, para eso se necesita tiempo. Tiempo significativo. Es decir el necesario para ordenar las piezas dispersas por la conmoción y obtener una imagen aunque cicatrizada, cuando menos lógica del panorama general y descubrir que ésta sensación actual va más allá del fenómeno personal.

Fuente: www.i-dem.org - 190309

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