¿Hay emociones masculinas y femeninas?, Sergio Sinay
“Llora como una mujer lo que no supiste defender como un hombre”. El 2 de enero de 1492, mientras marchaba hacia el señorío de Alpujarra tras haber rendido Granada ante los Reyes Católicos, Boabdil el Chico escuchó estas palabras de boca de su propia madre. Ya entonces la debilidad era considerada femenina y la fuerza masculina. La ternura femenina, y la firmeza masculina, el miedo femenino y el coraje masculino, la intuición femenina y la certeza masculina, la vergüenza femenina y la audacia masculina. Y así continuó durante siglos y así perdura hoy, aunque atenuado por mensajes mediáticos y por operaciones de maquillaje o de mercadeo que presentan imágenes de hombres algo más suaves y de mujeres algo más fuertes.
Lo cierto es que, tras siglos de modelos masculinos y femeninos estereotipados, las emociones siguen siendo clasificadas según patrones de género. Como todos los componentes de la realidad, también las emociones se manifiestan en polos opuestos y complementarios. En este caso, amor y odio, alegría y tristeza, temor y valentía, duda y confianza, en un listado muy rico que incluye también a las que hemos nombrado al principio. Precisamente porque son complementarias, es decir porque cada una de ellas da sentido a su opuesto y permite reconocerlo, existen juntas. Sin embargo, los patrones culturales han terminado por separarlas y aislarlas y las adjudican a los distintos sexos. Las débiles y receptivas son así “femeninas”, las fuertes y activas se consideran “masculinas”. Según las directivas de la cultura, las mujeres son femeninas si se ven tiernas, nutricias, románticas, cuidadoras, intuitivas. Y los hombres resultarán masculinos si se muestran firmes, decididos, certeros, valientes.
Por supuesto, a la luz de ciertos avances sociales, los estereotipos de mujer y de varón admiten ser condimentados hoy con algún toque de las emociones que, supuestamente, les son ajenas. Sin embargo, es apenas un leve agregado que no modifica la base que los mandatos indican. De los hombres se siguen esperando las emociones “masculinas” y de las mujeres las “femeninas”. Cuando no ocurre así, se producen malos entendidos en las relaciones. “¿Será este hombre tan tierno lo suficientemente fuerte para protegerme, podré confiar en su fortaleza llegado el momento?”, duda ella. “¿Será esta mujer tan decidida y activa capaz de cuidar nuestro hogar, no intentará tomar decisiones por mí?”, se pregunta él. Tanto los varones que dan espacio en su mundo interior a las emociones “femeninas” como las mujeres que incluyen las “masculinas” corren aún el riesgo de ser observados con una mezcla de duda, temor y desconfianza en numerosos ámbitos.
¿Pero tienen sexo las emociones? Si hiciéramos el ejercicio de tomar un papel y una pluma y elaboráramos un listado de todas las que hemos nombrado en este texto, veríamos que, leídas en una única columna, son, ante todo y por sobre todo, humanas. Las emociones son manifestaciones de nuestra especie. Lo que distingue a los machos y hembras humanos, lo que los hace hombres y mujeres es una serie de atributos que nada tienen que ver con el universo emocional. Sin duda, las emociones se expresan de manera diferente en varones y mujeres. Y aquí se abre un interesante y vasto campo de experiencias a recorrer. Hemos aprendido a creer que, por ejemplo, la ternura y la tristeza se exteriorizan del modo en que lo hacen las mujeres. Y el coraje o la confianza de la manera en que son reveladas por los varones.
Por este camino, a cada uno, según su sexo, se le suele hacer incómoda la manifestación de aquellas emociones que, se supone, le son “ajenas”. Entonces vemos que cuando un hombre expresa ternura, lo hace preferentemente en situaciones donde no quede “comprometido” ante una mujer (salvo que se trate de su madre o una hija pequeña). Se mostrará tierno, en ocasiones, ante un niño o ante un viejo amigo o ante una mascota. Y lo hará de manera que su masculinidad no aparezca cuestionada. Apelará a bruscas palmadas sobre la cabeza o sobre la espalda del otro, o a verdaderos abrazos de oso, capaces de triturar al abrazado. Si tiene miedo, muy raramente lo confesará, a menos que sea un temor no aplicable a un vínculo humano (acaso confiese que teme que su equipo favorito pierda el Derby o que la gasolina no alcance para llegar a la próxima estación de servicio). De lo contrario, le resultará más viable expresar el temor en forma de ira, ya que la ira es una emoción masculina por “naturaleza”, bajo cuyo influjo nadie dudará de la virilidad del iracundo. De ahí que casi todas las emociones “femeninas” a menudo sean expresadas por los varones bajo el disfraz de la bronca (ocurre con la tristeza, con la incertidumbre, con la nostalgia).
Del otro lado, al trasuntar emociones de las consideradas “masculinas”, como el coraje, la iracundia, la impulsividad, la racionalidad, muchas mujeres tienden a sobreactuarlas (se ve en el campo de los negocios, del trabajo, en la política e incluso en el deporte). Esto se debe a que, como son emociones a través de las cuales los hombres compiten entre sí y forjan sus relaciones con el mundo, éstas no admiten una manifestación tibia o ambigua. Se da así una significativa paradoja. Los varones temen conectarse con las emociones “blandas” del modo en que las mujeres las expresan y, por lo tanto, suelen optar por ocultarlas (lo cual no significa que dichas emociones desaparezcan de su universo interior). Y, a su vez, las mujeres, para poder obtener un lugar en los espacios públicos, externos, no domésticos (es decir, aquellos tradicional y hegemónicamente gestionados por los hombres) enfatizan los aspectos externos y menos funcionales de las actitudes emocionales masculinas.
Con estos modelos parece obvio que, tanto varones como mujeres, nos empobrecemos, sufrimos ya fuere por no expresar ciertas emociones que creemos ajenas a nuestro sexo o por hacerlo de un modo que es extraño a nuestra energía predominante. Las unas y los otros nos sentiríamos más equilibrados en lo personal y estableceríamos relaciones más armoniosas en la pareja, en la familia, en el trabajo, en la amistad si nos permitiéramos abordar aquellas emociones que se nos han negado por considerarlas ajenas a nuestro sexo y experimentáramos una manera propia de manifestarlas. Los varones nos debemos (y es una importante asignatura pendiente para sentirnos mejores amigos, padres, profesionales, amantes y pareja) el descubrimiento de formas masculinas de la ternura, de la tristeza, de la receptividad, de la intuición, del miedo. No son emociones femeninas, pero como los varones somos distintos de las mujeres, también lo será el modo genuino en que nos conectemos con estas emociones y las transmitamos. Y el primer paso es no temerles, no descalificarlas (como hacía la madre de Boabdil), aceptarlas como parte de nuestra condición humana. A las mujeres les cabe otro tanto con la ira, con la decisión, con la fortaleza, con la asertividad, con la agresividad. La energía femenina dará a estos atributos una forma nueva, diferente de la masculina, pero no menos auténtica. A pesar de lo mucho que las mujeres han hecho en los últimos años para reivindicar lo que se les negó, en el plano emocional esta sigue siendo, también, una asignatura pendiente.
No es necesario llorar para ser sensible (de hecho las glándulas lagrimales de los varones son menos productivas que las de las mujeres, y esta es una diferencia biológica), ni hay que desarrollar músculos o engrosar la voz para mostrarse fuerte (no es esto lo que se espera de una mujer que lo sea). Un varón tierno, que se permita besar a quienes ama y confesarles sus sentimientos, no será menos fuerte cuando deba serlo. Tampoco el que admita su miedo y actúe con él a cuestas. Y una mujer que tome decisiones y las transmita de una manera empática, sin dejar de escuchar a sus subordinados, será aún más femenina en el momento del diálogo amoroso. Los campos emocionales hacia los cuales nos abrimos siempre suman, jamás restan.
Cuando podamos relacionarnos entre varones y mujeres con todo el equipo completo de nuestras emociones, seguramente la permanente y absurda “guerra de los sexos” que es hoy un telón de fondo presente en lo social y en lo íntimo, dejará de serlo y pasaremos a la etapa del “encuentro de los sexos”. Un encuentro integrador, en el que nuestro diálogo emocional será más rico y trascendente. Hay, pues, una tarea. Y vale la pena.
http://www.sergiosinay.com/Articulo.aspx?id=281
Lo cierto es que, tras siglos de modelos masculinos y femeninos estereotipados, las emociones siguen siendo clasificadas según patrones de género. Como todos los componentes de la realidad, también las emociones se manifiestan en polos opuestos y complementarios. En este caso, amor y odio, alegría y tristeza, temor y valentía, duda y confianza, en un listado muy rico que incluye también a las que hemos nombrado al principio. Precisamente porque son complementarias, es decir porque cada una de ellas da sentido a su opuesto y permite reconocerlo, existen juntas. Sin embargo, los patrones culturales han terminado por separarlas y aislarlas y las adjudican a los distintos sexos. Las débiles y receptivas son así “femeninas”, las fuertes y activas se consideran “masculinas”. Según las directivas de la cultura, las mujeres son femeninas si se ven tiernas, nutricias, románticas, cuidadoras, intuitivas. Y los hombres resultarán masculinos si se muestran firmes, decididos, certeros, valientes.
Por supuesto, a la luz de ciertos avances sociales, los estereotipos de mujer y de varón admiten ser condimentados hoy con algún toque de las emociones que, supuestamente, les son ajenas. Sin embargo, es apenas un leve agregado que no modifica la base que los mandatos indican. De los hombres se siguen esperando las emociones “masculinas” y de las mujeres las “femeninas”. Cuando no ocurre así, se producen malos entendidos en las relaciones. “¿Será este hombre tan tierno lo suficientemente fuerte para protegerme, podré confiar en su fortaleza llegado el momento?”, duda ella. “¿Será esta mujer tan decidida y activa capaz de cuidar nuestro hogar, no intentará tomar decisiones por mí?”, se pregunta él. Tanto los varones que dan espacio en su mundo interior a las emociones “femeninas” como las mujeres que incluyen las “masculinas” corren aún el riesgo de ser observados con una mezcla de duda, temor y desconfianza en numerosos ámbitos.
¿Pero tienen sexo las emociones? Si hiciéramos el ejercicio de tomar un papel y una pluma y elaboráramos un listado de todas las que hemos nombrado en este texto, veríamos que, leídas en una única columna, son, ante todo y por sobre todo, humanas. Las emociones son manifestaciones de nuestra especie. Lo que distingue a los machos y hembras humanos, lo que los hace hombres y mujeres es una serie de atributos que nada tienen que ver con el universo emocional. Sin duda, las emociones se expresan de manera diferente en varones y mujeres. Y aquí se abre un interesante y vasto campo de experiencias a recorrer. Hemos aprendido a creer que, por ejemplo, la ternura y la tristeza se exteriorizan del modo en que lo hacen las mujeres. Y el coraje o la confianza de la manera en que son reveladas por los varones.
Por este camino, a cada uno, según su sexo, se le suele hacer incómoda la manifestación de aquellas emociones que, se supone, le son “ajenas”. Entonces vemos que cuando un hombre expresa ternura, lo hace preferentemente en situaciones donde no quede “comprometido” ante una mujer (salvo que se trate de su madre o una hija pequeña). Se mostrará tierno, en ocasiones, ante un niño o ante un viejo amigo o ante una mascota. Y lo hará de manera que su masculinidad no aparezca cuestionada. Apelará a bruscas palmadas sobre la cabeza o sobre la espalda del otro, o a verdaderos abrazos de oso, capaces de triturar al abrazado. Si tiene miedo, muy raramente lo confesará, a menos que sea un temor no aplicable a un vínculo humano (acaso confiese que teme que su equipo favorito pierda el Derby o que la gasolina no alcance para llegar a la próxima estación de servicio). De lo contrario, le resultará más viable expresar el temor en forma de ira, ya que la ira es una emoción masculina por “naturaleza”, bajo cuyo influjo nadie dudará de la virilidad del iracundo. De ahí que casi todas las emociones “femeninas” a menudo sean expresadas por los varones bajo el disfraz de la bronca (ocurre con la tristeza, con la incertidumbre, con la nostalgia).
Del otro lado, al trasuntar emociones de las consideradas “masculinas”, como el coraje, la iracundia, la impulsividad, la racionalidad, muchas mujeres tienden a sobreactuarlas (se ve en el campo de los negocios, del trabajo, en la política e incluso en el deporte). Esto se debe a que, como son emociones a través de las cuales los hombres compiten entre sí y forjan sus relaciones con el mundo, éstas no admiten una manifestación tibia o ambigua. Se da así una significativa paradoja. Los varones temen conectarse con las emociones “blandas” del modo en que las mujeres las expresan y, por lo tanto, suelen optar por ocultarlas (lo cual no significa que dichas emociones desaparezcan de su universo interior). Y, a su vez, las mujeres, para poder obtener un lugar en los espacios públicos, externos, no domésticos (es decir, aquellos tradicional y hegemónicamente gestionados por los hombres) enfatizan los aspectos externos y menos funcionales de las actitudes emocionales masculinas.
Con estos modelos parece obvio que, tanto varones como mujeres, nos empobrecemos, sufrimos ya fuere por no expresar ciertas emociones que creemos ajenas a nuestro sexo o por hacerlo de un modo que es extraño a nuestra energía predominante. Las unas y los otros nos sentiríamos más equilibrados en lo personal y estableceríamos relaciones más armoniosas en la pareja, en la familia, en el trabajo, en la amistad si nos permitiéramos abordar aquellas emociones que se nos han negado por considerarlas ajenas a nuestro sexo y experimentáramos una manera propia de manifestarlas. Los varones nos debemos (y es una importante asignatura pendiente para sentirnos mejores amigos, padres, profesionales, amantes y pareja) el descubrimiento de formas masculinas de la ternura, de la tristeza, de la receptividad, de la intuición, del miedo. No son emociones femeninas, pero como los varones somos distintos de las mujeres, también lo será el modo genuino en que nos conectemos con estas emociones y las transmitamos. Y el primer paso es no temerles, no descalificarlas (como hacía la madre de Boabdil), aceptarlas como parte de nuestra condición humana. A las mujeres les cabe otro tanto con la ira, con la decisión, con la fortaleza, con la asertividad, con la agresividad. La energía femenina dará a estos atributos una forma nueva, diferente de la masculina, pero no menos auténtica. A pesar de lo mucho que las mujeres han hecho en los últimos años para reivindicar lo que se les negó, en el plano emocional esta sigue siendo, también, una asignatura pendiente.
No es necesario llorar para ser sensible (de hecho las glándulas lagrimales de los varones son menos productivas que las de las mujeres, y esta es una diferencia biológica), ni hay que desarrollar músculos o engrosar la voz para mostrarse fuerte (no es esto lo que se espera de una mujer que lo sea). Un varón tierno, que se permita besar a quienes ama y confesarles sus sentimientos, no será menos fuerte cuando deba serlo. Tampoco el que admita su miedo y actúe con él a cuestas. Y una mujer que tome decisiones y las transmita de una manera empática, sin dejar de escuchar a sus subordinados, será aún más femenina en el momento del diálogo amoroso. Los campos emocionales hacia los cuales nos abrimos siempre suman, jamás restan.
Cuando podamos relacionarnos entre varones y mujeres con todo el equipo completo de nuestras emociones, seguramente la permanente y absurda “guerra de los sexos” que es hoy un telón de fondo presente en lo social y en lo íntimo, dejará de serlo y pasaremos a la etapa del “encuentro de los sexos”. Un encuentro integrador, en el que nuestro diálogo emocional será más rico y trascendente. Hay, pues, una tarea. Y vale la pena.
http://www.sergiosinay.com/Articulo.aspx?id=281
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