La Función del sufrimiento, Borja Vilaseca
Sufrir es completamente inútil. Tan solo engorda el victimismo y el afán de culpa del ego. Sin embargo, la saturación de sufrimiento nos motiva a salir de nuestra zona de comodidad para iniciar un proceso de cambio.
Al vivir limitados por nuestros miedos y carencias, al entrar en la edad adulta solemos marginar nuestros sueños, construyendo una vida siguiendo las directrices establecidas por el statu quo. Y como resultado, nos vamos alejando de nuestra verdadera esencia, convirtiéndonos en alguien que no somos y cosechando interminables problemas y frustraciones. De ahí que exista la creencia generalizada de que «la desconexión es lo normal» y que «lo raro es ser feliz».
Eso sí, aunque pueda parecer lo mismo, hay una enorme diferencia entre existir y estar vivo. Muchos seres humanos han tenido que estar a punto de morir para comprenderlo. No en vano, la «zona de comodidad» en la que muchos nos hemos instalado se caracteriza por llevar una existencia alienada, monótona y gris, en la que nos sentimos seguros, pero no satisfechos. Y puesto que nuestro nivel de malestar es inferior a nuestro miedo al cambio, solemos acomodarnos y resignarnos.
De esta manera posponemos indefinidamente tomar medidas alternativas orientadas a convertirnos en la mejor versión de nosotros mismos. Lo último que queremos es complicarnos la vida. Llegado el caso, seguramente tampoco sabríamos qué hacer. Y al carecer de una brújula interior que nos indique nuestro propio camino, solemos escondernos tras una máscara del agrado de los demás, entrando en una rueda que nos va atrapando y de la que nos es muy difícil salir. Eso sí, por más que nos hayamos acostumbrado, el sufrimiento no es nuestra verdadera naturaleza. Por eso tarde o temprano llega un día en que el sinsentido y el vacío devienen insoportables. Sólo entonces nos atrevemos a cambiar.
Llegados a este punto, es importante diferenciar el dolor del sufrimiento. Más que nada porque el dolor suele ser una experiencia física que aparece como resultado de una acción determinada, como por ejemplo que nos demos un golpe contra una mesa, nos cortemos con un cuchillo o que de pronto nos duela el estómago por haber comido demasiado. De hecho, su función es la de protegernos, advirtiéndonos de que estamos dañando a nuestro cuerpo. Si no existiera el dolor, podríamos lesionarnos e incluso destruirnos sin darnos cuenta. Por medio de su molesta presencia tomamos consciencia de la importancia de cuidar mejor nuestra salud física.
Por dolor también nos referimos al poso que dejan los conflictos emocionales en nuestro corazón. Es decir, a las consecuencias fisiológicas que tienen los chupitos de cianuro que nos tomamos cada vez que discutimos (ira), nos lamentamos (tristeza) o nos pre-ocupamos (miedo). Así es como de forma inconsciente vamos acumulando una bola de malestar en nuestro interior. Y por más que lo neguemos y lo rechacemos, el dolor forma parte de la vida. No hay manera de escapar de él.
TODO EL SUFRIMIENTO ESTÁ EN LA MENTE
El sufrimiento es otra cosa. Se trata de una experiencia mental que creamos por medio de nuestros pensamientos cuando no aceptamos lo que nos sucede. Por ejemplo, frente al dolor que sentimos al darnos un golpe contra una mesa o cuando nos duele el estómago, el sufrimiento sólo aparece en el caso de que adoptemos una actitud victimista, quejándonos o lamentándonos por lo que nos ha ocurrido. Así, el sufrimiento no tiene nada que ver con lo que nos pasa, sino con la interpretación que hacemos de los hechos en sí.
Lo cierto es que nada ni nadie tiene el poder de herirnos emocionalmente sin nuestro consentimiento. Es imposible. Sólo nosotros –por medio de nuestros pensamientos– podemos hacernos daño frente a personas conflictivas y situaciones adversas. Al aceptar que somos la única causa de nuestro sufrimiento, podemos decidir dejar de autoperturbarnos, tomando las riendas de nuestro diálogo interno. Si bien en un primer momento no podemos controlar ni cambiar nuestras circunstancias, siempre podemos aprender a modificar la forma en que nos afectan, cambiando nuestra manera de mirarlas y de interpretarlas. Esta es la razón por la que Buda afirmó que «el dolor es inevitable, pero el sufrimiento es opcional».
Y entonces, ¿qué función cumple el sufrimiento en nuestra existencia? Por un lado, es completamente inútil. Imaginemos que nuestra pareja decide finalizar nuestra relación sentimental. O que nuestra empresa rescinde nuestro contrato laboral. Frente a este tipo de circunstancias solemos pensar de forma negativa y destructiva. Principalmente porque son situaciones que atentan contra de nuestros deseos, necesidades, aspiraciones y expectativas. Sin embargo, por más que nos quejemos y protestemos, esta actitud victimista no sirve para nada. No promueve ningún cambio constructivo. Por más que suframos, seguiremos sin pareja y sin empleo. De hecho, en ocasiones sufrimos para llamar la atención de los demás o de la vida, creyendo –al igual que cuando éramos niños– que así conseguiremos arreglar las cosas.
MOTOR DE CAMBIO Y TRANSFORMACIÓN
Sin embargo, el sufrimiento tiene una función muy importante. Al destruirnos por dentro –envenenando con cianuro nuestra mente y nuestro corazón– nos hace tomar consciencia de que nuestra manera de pensar y de comportarnos es ineficiente. También es una invitación a cuidar nuestro diálogo interno. Es decir, los pensamientos con los que hablamos con nosotros mismos y etiquetamos constantemente la realidad. Y dado que el bienestar es nuestra verdadera naturaleza, el sufrimiento nos motiva a salirnos de nuestra zona de comodidad, iniciando un viaje de aprendizaje para crecer y evolucionar como seres humanos.
De hecho, el salto a la «zona de incertidumbre» suele llegar como consecuencia de haber experimentado una saturación de malestar. Es decir, cuando nos es imposible aguantar más en el lugar físico y psicológico en el que nos encontramos. Así es como finalmente nos armamos de coraje para aventurarnos a lo nuevo y a lo desconocido. De pronto nos sentimos con fuerza y motivación para asumir ciertos riesgos. Es entonces cuando empezamos a diseñar una estrategia orientada al cambio.
Al entrar en la zona de incertidumbre iniciamos un proceso de aprendizaje, crecimiento y evolución personal. No nos queda más remedio que conocernos mejor, descubriendo algunas verdades acerca de nosotros mismos. Por medio de este proceso, finalmente accedemos a la «zona de bienestar», en la que nos sentimos en paz con nosotros mismos, percibiendo que nuestra vida es perfecta tal y como es. Es decir, que aunque pudiéramos no modificaríamos –a grandes rasgos– nada de lo que forma parte de nuestra existencia.
Por más que muchas veces tomemos decisiones relacionadas con cambios y modificaciones externas, la zona de bienestar no tiene tanto qué ver con nuestras circunstancias, sino con nuestra manera de verlas e interpretarlas. Y es precisamente este cambio de percepción y de actitud el que nos permite descubrir quiénes somos y qué dirección queremos darle a nuestra vida. Y dado que todo está en permanente evolución, con los años nuestra zona de bienestar puede mutar, convirtiéndose en una nueva zona de comodidad. De ahí la necesidad de abrazar la filosofía del cambio y del aprendizaje permanente.
Borja Vilaseca
Al vivir limitados por nuestros miedos y carencias, al entrar en la edad adulta solemos marginar nuestros sueños, construyendo una vida siguiendo las directrices establecidas por el statu quo. Y como resultado, nos vamos alejando de nuestra verdadera esencia, convirtiéndonos en alguien que no somos y cosechando interminables problemas y frustraciones. De ahí que exista la creencia generalizada de que «la desconexión es lo normal» y que «lo raro es ser feliz».
Eso sí, aunque pueda parecer lo mismo, hay una enorme diferencia entre existir y estar vivo. Muchos seres humanos han tenido que estar a punto de morir para comprenderlo. No en vano, la «zona de comodidad» en la que muchos nos hemos instalado se caracteriza por llevar una existencia alienada, monótona y gris, en la que nos sentimos seguros, pero no satisfechos. Y puesto que nuestro nivel de malestar es inferior a nuestro miedo al cambio, solemos acomodarnos y resignarnos.
De esta manera posponemos indefinidamente tomar medidas alternativas orientadas a convertirnos en la mejor versión de nosotros mismos. Lo último que queremos es complicarnos la vida. Llegado el caso, seguramente tampoco sabríamos qué hacer. Y al carecer de una brújula interior que nos indique nuestro propio camino, solemos escondernos tras una máscara del agrado de los demás, entrando en una rueda que nos va atrapando y de la que nos es muy difícil salir. Eso sí, por más que nos hayamos acostumbrado, el sufrimiento no es nuestra verdadera naturaleza. Por eso tarde o temprano llega un día en que el sinsentido y el vacío devienen insoportables. Sólo entonces nos atrevemos a cambiar.
Llegados a este punto, es importante diferenciar el dolor del sufrimiento. Más que nada porque el dolor suele ser una experiencia física que aparece como resultado de una acción determinada, como por ejemplo que nos demos un golpe contra una mesa, nos cortemos con un cuchillo o que de pronto nos duela el estómago por haber comido demasiado. De hecho, su función es la de protegernos, advirtiéndonos de que estamos dañando a nuestro cuerpo. Si no existiera el dolor, podríamos lesionarnos e incluso destruirnos sin darnos cuenta. Por medio de su molesta presencia tomamos consciencia de la importancia de cuidar mejor nuestra salud física.
Por dolor también nos referimos al poso que dejan los conflictos emocionales en nuestro corazón. Es decir, a las consecuencias fisiológicas que tienen los chupitos de cianuro que nos tomamos cada vez que discutimos (ira), nos lamentamos (tristeza) o nos pre-ocupamos (miedo). Así es como de forma inconsciente vamos acumulando una bola de malestar en nuestro interior. Y por más que lo neguemos y lo rechacemos, el dolor forma parte de la vida. No hay manera de escapar de él.
TODO EL SUFRIMIENTO ESTÁ EN LA MENTE
El sufrimiento es otra cosa. Se trata de una experiencia mental que creamos por medio de nuestros pensamientos cuando no aceptamos lo que nos sucede. Por ejemplo, frente al dolor que sentimos al darnos un golpe contra una mesa o cuando nos duele el estómago, el sufrimiento sólo aparece en el caso de que adoptemos una actitud victimista, quejándonos o lamentándonos por lo que nos ha ocurrido. Así, el sufrimiento no tiene nada que ver con lo que nos pasa, sino con la interpretación que hacemos de los hechos en sí.
Lo cierto es que nada ni nadie tiene el poder de herirnos emocionalmente sin nuestro consentimiento. Es imposible. Sólo nosotros –por medio de nuestros pensamientos– podemos hacernos daño frente a personas conflictivas y situaciones adversas. Al aceptar que somos la única causa de nuestro sufrimiento, podemos decidir dejar de autoperturbarnos, tomando las riendas de nuestro diálogo interno. Si bien en un primer momento no podemos controlar ni cambiar nuestras circunstancias, siempre podemos aprender a modificar la forma en que nos afectan, cambiando nuestra manera de mirarlas y de interpretarlas. Esta es la razón por la que Buda afirmó que «el dolor es inevitable, pero el sufrimiento es opcional».
Y entonces, ¿qué función cumple el sufrimiento en nuestra existencia? Por un lado, es completamente inútil. Imaginemos que nuestra pareja decide finalizar nuestra relación sentimental. O que nuestra empresa rescinde nuestro contrato laboral. Frente a este tipo de circunstancias solemos pensar de forma negativa y destructiva. Principalmente porque son situaciones que atentan contra de nuestros deseos, necesidades, aspiraciones y expectativas. Sin embargo, por más que nos quejemos y protestemos, esta actitud victimista no sirve para nada. No promueve ningún cambio constructivo. Por más que suframos, seguiremos sin pareja y sin empleo. De hecho, en ocasiones sufrimos para llamar la atención de los demás o de la vida, creyendo –al igual que cuando éramos niños– que así conseguiremos arreglar las cosas.
MOTOR DE CAMBIO Y TRANSFORMACIÓN
Sin embargo, el sufrimiento tiene una función muy importante. Al destruirnos por dentro –envenenando con cianuro nuestra mente y nuestro corazón– nos hace tomar consciencia de que nuestra manera de pensar y de comportarnos es ineficiente. También es una invitación a cuidar nuestro diálogo interno. Es decir, los pensamientos con los que hablamos con nosotros mismos y etiquetamos constantemente la realidad. Y dado que el bienestar es nuestra verdadera naturaleza, el sufrimiento nos motiva a salirnos de nuestra zona de comodidad, iniciando un viaje de aprendizaje para crecer y evolucionar como seres humanos.
De hecho, el salto a la «zona de incertidumbre» suele llegar como consecuencia de haber experimentado una saturación de malestar. Es decir, cuando nos es imposible aguantar más en el lugar físico y psicológico en el que nos encontramos. Así es como finalmente nos armamos de coraje para aventurarnos a lo nuevo y a lo desconocido. De pronto nos sentimos con fuerza y motivación para asumir ciertos riesgos. Es entonces cuando empezamos a diseñar una estrategia orientada al cambio.
Al entrar en la zona de incertidumbre iniciamos un proceso de aprendizaje, crecimiento y evolución personal. No nos queda más remedio que conocernos mejor, descubriendo algunas verdades acerca de nosotros mismos. Por medio de este proceso, finalmente accedemos a la «zona de bienestar», en la que nos sentimos en paz con nosotros mismos, percibiendo que nuestra vida es perfecta tal y como es. Es decir, que aunque pudiéramos no modificaríamos –a grandes rasgos– nada de lo que forma parte de nuestra existencia.
Por más que muchas veces tomemos decisiones relacionadas con cambios y modificaciones externas, la zona de bienestar no tiene tanto qué ver con nuestras circunstancias, sino con nuestra manera de verlas e interpretarlas. Y es precisamente este cambio de percepción y de actitud el que nos permite descubrir quiénes somos y qué dirección queremos darle a nuestra vida. Y dado que todo está en permanente evolución, con los años nuestra zona de bienestar puede mutar, convirtiéndose en una nueva zona de comodidad. De ahí la necesidad de abrazar la filosofía del cambio y del aprendizaje permanente.
Borja Vilaseca
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