Un cuento para darse cuenta , Virginia Gawel
Ese
día, Alex había vuelto de la Facultad irritado: los docentes estaban de
paro, por lo cual, ni bien había llegado a Buenos Aires, tuvo que
volver a subirse al tren, y, allí, aprovechar el tiempo dándose clase a
sí mismo. Es que... si no estudiaba en el tren, no había dónde ni
cuándo: la única manera en que podía costear sus estudios era trabajando
medio turno en una escribanía. Así que, las seis horas de viaje diario
(tres de ida y tres de vuelta) se habían convertido en su principal
tiempo de estudio, y el tren, en su cuarto de lectura.
Psicología!
¿Por qué él, hijo de metalúrgico, criado en un pueblo perdido en el
Oeste, había ido a parar a una carrera así? Pero es que... no podría
haber sido otra. Siempre haciéndose preguntas, sensible, introvertido,
huraño y solitario, leyendo esos libros raros...
Los
libros a veces le dejaban la cabeza como panal de abejas caído de un
árbol: sus pensamientos zumbaban, giraban, lo ensordecían con su agitada
inquietud. Sus casi veinte años eran un hervidero de sentires. Y esas
emociones pocas veces se dejaban domesticar: más parecían potros
salvajes, imposibles de ser enlazados, y mucho menos de permitir ningún
arnés. ¡Tantas veces se pescaba a sí mismo diciendo lo que no quería a
quien no debía! De pronto se daba cuenta de lo que había hecho, de lo
que había salido de su boca, se mordía la lengua... pero ya era tarde.
Ya su dardo se había insertado en la yugular del contrincante, aguda y
certeramente, allí donde más le doliera.
A
veces disfrutaba de tener esa habilidad verbal, pero las más de las
veces el sabor final al derrotar a su oponente era más parecido al de
las naranjas amargas. ¿Por qué no podía parar antes, al menos un instante antes?
¡Y
es que... era como su padre! De él había heredado esa reactividad de
relámpago, ese modo rápido y marcial de dejar al otro sin palabras. El
solo pensar en lo parecidos que eran le fastidiaba. Cómo no iban a
discutir! Pero, tengo que decirlo: cuando la discusión era con su padre,
al ganar no le quedaba ese gusto amargo: derrotarlo con su dialéctica
le hacía sentir cierto poder, cierta confianza en sí mismo y en su
propia inteligencia.
Bueno...
al menos así había sido hasta hacía poco. Últimamente, algo extraño le
estaba pasando: ganar la pulseada con su padre ya no le estaba resultado
tan grato. Quizás porque estaba comenzando a verlo con otra mirada, y
se daba cuenta de quién era su padre: un desconocido. Alguien a quien había dado por sentado: "Es mi papá".
Sin embargo... ¿quién era? ¿Cómo era? ¿Qué pensaba cuando se quedaba en
sus largos silencios? ¿Qué sentimientos pulsaban en su interior?
Cuando
Alex leía en sus apuntes de la Facultad sobre la figura del padre,
buscaba encontrarlo retratado en las descripciones; de aquí y de allá
iba rescatando porciones de su realidad, como quien arma un rompecabezas
cuya figura final aún no es deducible.
A escondidas de la Psicología oficial, Alex se sentía cautivado por otraPsicología:
Herman Hesse, Krishnamurti, Aldous Huxley le hablaban de otras ideas:
de la importancia de tener conciencia de sí, del darse cuenta, del hacerse cargo de quien se es, de convertir la propia vida en un apasionante experimento...
Esas
ideas trabajaban dentro suyo como el agua del río trabaja poco a poco
la tierra de la costa. Algo le estaba sucediendo en lo íntimo de sí,
pero aún no sabía qué.
¿Por
qué estaba sintiendo esa insatisfacción al discutir con su padre,
aunque le ganara? ¿Qué era eso? ¿El famoso Superyo del cual hablaba
Freud? ¿Al fin y al cabo... culpa? ¿O algo más hondo aún, más de su
alma, más propio del espíritu?
Lo cierto es que ese día sucedió: estaba, entonces, volviendo de la Facultad, cansado e irritado. Dejó en su habitación los libros, se lavó las manos, y se dispuso a cenar. Ya era tarde. Sin embargo, su padre y su madre aún estaban en la mesa. Se sentó como de costado, con su actitud habitual: extremadamente serio, metido para adentro como un caracol.
Después de un rato de silencio, en el que sólo sonaban los cubiertos contra la loza, la voz de su padre se hizo escuchar:
- ¿Se puede saber qué te pasa, que tenés esa cara?
Alex levantó los ojos del plato, y vio que le miraba desafiante, con el ceño fruncido y el mentón hacia arriba.
Alex levantó los ojos del plato, y vio que le miraba desafiante, con el ceño fruncido y el mentón hacia arriba.
"Ahí empezamos otra vez", -se dijo Alex a sí mismo-. "No lo aguanto!
¿Por qué no me deja tranquilo? ¿Por qué no se mete en sus cosas?..."
Su
padre detuvo el tenedor en el aire, como si fuera la batuta de un
director de orquesta, acentuando con él cada sílaba de su consabida
frase:
- Te recuerdo que esto no es un hotel.
Fue exactamente entonces que sucedió. Justo cuando se estaba encendiendo la mecha de su dinamita, Alex lo vio. Como si el tiempo se hubiera detenido, tomó conciencia súbitamente de toda la escena a la vez:
se vio como desde afuera, sacando pecho y cargando aire como para
lanzar un grito de respuesta; percibió los músculos de su propio cuello
tensos como la cuerda de un arco a punto de dispararse; sintió el olor
al guiso del invierno, con su dejo de orégano y laurel; escuchó afuera
el ladrido nocturno de los perros; vio el rostro de su madre con su
gesto angustioso, deseosa de que hubiera paz en la cena; todo eso percibió a la vez, y mucho más.
Pero sobre todo, en ese instante, en ese simple e inolvidable instante,vio a su padre:
sus manos magulladas por la viruta y las herramientas, su rostro
apergaminado por múltiples calderas, la dureza de su gesto, incompatible
con sus ojos aguados y azules, como de niño... Lo vio. Y vio que lo que su padre le estaba diciendo, -del único modo en que sabía hacerlo-, era algo así como: "¿Qué
te pasa, hijo, que estás tan serio? Qué bueno que hoy cenes en casa.
Pero... cómo nos gustaría verte más contento, que no estuvieras siempre
tan ensimismado, tan triste... No sabemos cómo llegar a vos."
Eso era lo que su padre le decía, pero sólo un traductor agudo y sensible podría haberlo entendido.
Sí: estaba viendo a su padre tal cual era,
como si una membrana se hubiera roto dejándolo pasar al otro lado de la
realidad. Y al darse cuenta, hubiera querido cambiar su propia actitud
iracunda... suspender su enojo, soltar los cubiertos y abrazarlo... pero
tampoco él pudo. ¡Cuánto hubiera querido! Pero no pudo.
Alex
cerró los puños, abrió muy grandes sus ojos también azules y acuosos, y
se levantó de la mesa, en silencio. Con paso rápido se fue a su cuarto.
Cerró la puerta con un golpe seco, y se zambulló sobre su cama, boca
abajo. Entonces lloró. Lloró no como un niño: lloró como un hombre.
Por su mente pasaron escenas, lugares, momentos: su padre trabajando
con las herramientas, y él, pequeño, chupándose el pulgar y mirando
extasiado sus diestros movimientos; aquella vez en que papá no llegaba a
casa, y él tenía miedo de que le hubiera pasado algo en la fábrica,
hasta que por fin se escucharon por la vereda sus pasos vigorosos
percutiendo el atardecer; la cantidad de veces en que a la madrugada, al
irse a trabajar, su padre se acercaba despacito a su cama, creyéndolo
dormido, y le dejaba un beso de aire (única ternura posible)...
Y se dio cuenta de que estaba llorando de amor, lloraba de belleza.
Y sintió ternura. Y piedad. Piedad, sí, piedad. Porque su padre no
había tenido posibilidades de que alguien le enseñara, de comprender sus
propias emociones, sus silencios, sus dificultades. De que alguien le
ayudara a parir su ternura.
Y Alex supo, inequívocamente, que si uno de los dos tenía que cambiar, ése era él. Porque él sí había
recibido las herramientas: el sostén, el apoyo, la posibilidad de
aprender... Se dio cuenta de cuánto él esperaba de su padre, cuánto
forcejeaba para que fuera diferente y, por hacerlo, desperdiciaba el
disfrutar de lo que su padre sí era: un hombre digno, un hombre bueno, un hombre lúcido y recto que se había hecho a sí mismo...
Poco
a poco sus pulmones fueron encontrando más espacio dentro de su pecho.
Se irguió en toda su estatura, y sus pies dudaron: pensó en ir hacia la
cocina y decirles, contarles a ellos lo que había comprendido. Pero no,
no pudo. Quiso, de verdad, pero su amor propio aún no sabía doblar en ángulo recto...
Se
fue al baño, se lavó la cara, y, sigilosamente, salió por la puerta de
calle. Sintió en las mejillas aún húmedas el frescor de la noche. A lo
lejos, los perros seguían contándose sus novedades a la distancia. Poco a
poco, la silueta de Alex se fue desdibujando en la oscuridad. Una paz
desconocida, casi feliz, lo estaba inaugurando por dentro...
Y
les parecerá extraño, pero esa fue la última vez que Alex discutió con
su padre: cuando uno ha comprendido a fondo, ya no puede descomprender.
Sin embargo... en algo se había equivocado: no se sabe bien por qué, si
por su propia actitud, o por las vueltas de la vida, pero lo cierto es
que con el tiempo también su padre fue cambiando: se fue volviendo más calmo, más abierto, más blando, más íntimo...
Todavía,
cada tanto, es posible verlos juntos, en largas caminatas por las
calles del pueblo, charlando de... no sé qué cosas, fundiendo sus dos
sus siluetas, muy cercanas una a la otra, en lo oscuro de la noche...
Virginia Gawel
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