El Zen

El zen es la vida natural, consciente, sin artificios, sin interferencias psicomentales. Es el vivir cotidiano, de instante en instante, captando la existencia en su fluir momentáneo, con la mente nueva y libre de encadenamientos conceptuales. Está más allá de toda filosofía, todo culto, todo sistema, toda ideología. Busca el desarrollo de una mente capaz de aprehender la instantaneidad en toda su grandeza, de adecuarse con espontánea y fresca precisión a las circunstancias, siempre renovada y receptiva, alerta, habitando por encima del conflicto y de la contradicción. Una mente directa que penetre en la intimidad de las cosas, que encuentre las reconfortantes conexiones de las partes con el todo, que se mantenga libre de filtros, de prejuicios, de ideas preconcebidas, de conceptos condicionantes. Una mente que pueda desplazarse más allá del intelecto, útil pero limitado; que se proyecta a planos más elevados de inteligencia, que aprende a regirse por la intuición. Una mente que se libere de los grilletes de las etiquetas, los rótulos, los dogmas.
Y en busca de esa mente más armónica, equilibrada, madura y fecunda, el zen gusta de convertirse en irreverente, descarado, chocante y desconcertante. Para que el discípulo logre una mente así el maestro recurre a los métodos más sorpresivos, a la paradoja, a las exclamaciones inesperadas, a las acrobacias dialécticas e incluso a la bofetada y a la increpación despiadada. El zen quiere vapular anímicamente al individuo para despertarlo, para quebrar sus rutinas internas, para descabalgarlo de su asfixiante lógica; golpea sus conceptos más apreciados, sus concepciones más queridas, sus puntos de vista más sólidos. Lleva al aspirante contra las cuerdas, lo acosa, lo instiga, lo acorrala. Barre ideas y convencionalismos, aniquila esquemas; nos previene contra las resistencias psicológicas, las proyecciones psíquicas, los subterfugios y los mil modos de evasión que utilizamos y nos alejan de nuestra autonaturaleza o naturaleza búdica.
Cuando cogemos un vaso de agua fresca y deslizamos el agua por nuestra boca, sintiendo vivamente el agua fluyendo por nuestra garganta, entonces hay zen. Pero en el mismo momento en que pensamos que es agua y el agua está fresca, y nos dejamos envolver por la dinámica mental, y conceptuamos y analizamos, el zen desparece. Porque el zen es la experiencia directa, inmediata, sin filtros ni viejas asociaciones, sin que intervenga la mente llena de experiencias pasadas, de oxidadas vivencias, de deformadoras cicatrices. Si te encuentras frente a esa gran montaña, silente y receptivo, la montaña en ti y tú en la montaña, sintiendo y viviendo la montaña, viéndola como tal, experimentándola como ella misma es, entonces estás viviendo en el mas puro zen. Pero si intreviene todo aquello que tu mente ha acumulado durante años, si se desatan los procesos mentales de comparación y distinción, si analizas y reflexionas, si se desencadenan los torbellinos discursivos, entonces ¿dónde está el zen? Se ha disipado como el humo se escapa de las manos.
Bombardeados por las impresiones sensoriales desde el momento en que venimos a este mundo, blanco de todas las influencias del exterior, sometidos al medio ambiente familiar, social y cultural, nuestra mente va acumulando dato tras dato, punto de referencia tras punto de referencia, y conceptos, muchos conceptos, dogmas, ideas. Y todo ello se va almacenando en la trastienda de la mente, condicionándola, mediatizándola, falseando sus percepciones, frustrando todo conocimiento supraconsciente, cerrando el paso al equilibrio interior y deformando, además, la cognición.
El zen con sus singulares y llamativos procedimientos, pretende demostrar todo ese mundo interior adquirido y artificial; destruirlo para construirlo en base a una mayor autenticidad; remodelar la esfera psicomental; reorientar las potencias internas; obtener una forma nueva de ver las cosas, de asumir los acontecimientos, de percibir la existencia. Por todo ello, el zen pretende liberarnos incluso en aquellos conceptos que podamos tener por más elevados. [...]
La auténtica libertad interior es la completa ausencia de vínculos, de ataduras, de elementos condicionantes. Según el zen, el individuo crea constantemente artificios, contradicción; es un producto psicológico, un resultado cultural, distanciado de su autonaturaleza o naturaleza real, incapacitado para ser guiado e iluminado por los dictados del lado luminoso de su inconsciente, siempre buscando fuera de sí mismo, alineándose, desequilibrándose, engarzándose en quimeras, incrementando ilusión e ignorancia, dejándose envolver por las apariencias, abortando sus mejores energías internas, desorientado pero lleno de ideas y conceptos; cegado por el agobiante pensamiento dual, danzando entre los opuestos (frío-calor, amargo-dulce), ignorante de la verdad que reside en sí mismo, corriendo frenéticamente en pos de falsas ensoñaciones, esclavo de su ego, incapaz de ver más allá de la burda personalidad.
La persona se pierde en sus propios laberintos mentales y emocionales. Compulsiva, interiormente desintegrada, de espaldas al equilibrio interior, deteriorada mentalmente, se evade de continuo. Hasta en sus búsquedas espirituales tiende a la evasión. Busca un maestro que efectúe todo el trabajo interior por él, tiende a divinizar a aquellos de los que espera una instrucción espiritual, hace de la búsqueda espiritual un pasatiempo más, un medio para renovar su capacidad de asombro, un escapismo. El ser humano ha estado programado a lo largo de años, queriendo cambiar pero siendo el mismo, aferrado a su ego, viviendo anclado en el pasado y proyectado en el futuro, sin percibir en toda su intensidad el esto-aquí-ahora. Abstracciones, especulaciones filosóficas, elaboradas elucubraciones que no conducen mas que a la desorientación y al despilfarro de las propias energías. El zen quiere romper con todo ello; nos insta a que arrojemos fuera de nosotros todo aquello que es adquirido; se muestra a veces como un "taladrador" que pretende calar hasta las profundidades de la mente para aniquilar todo lo que de residual en ella permanece.

Ingeniería emocional - Ramiro A. Calle

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