Sobre nuestros ancestros: Padres de hierro, Virginia Gawel

Hay padres que no aman. Hay padres que sólo dañan. Hay también padres que aman y lo expresan de las más variadas maneras: abrazan, dicen, cantan, preguntan mirando a los ojos, acompañan desde cerquita, y tienen el “te amo” presto para salir de los labios, entre barbas, bigotes o lampiñamente, pero así, tan fácil como una paloma hace surco en el aire.

esos padres los dejo allí hoy. Los dejo allí, y los abrazo. Pero hoy quiero traer a los padres que sufren una condición singular: los que aman, pero parece que no.

Los que crecieron aprendiendo que los hombres no lloraban, que de los temas de afectos se ocupaban las madres.

Los que fueron martillados en sus corazones para que no cometieran la torpeza de emitir ternuras a hijos varones, para conservarlos viriles; ni a sus hijas mujeres, porque no sabían dónde poner los cuerpos para dar eso tan raro: un abrazo de padre.

Los que recibieron de sus padres, y sus padres de sus padres, y sus padres de sus padres… Una regla emocional muy clara para cumplir: “Mejor recibir el respeto de los hijos, que su cariño”. (Y la letra chica de esa ley decía que si hubiera cariño no habría respeto).

Los que bebieron del Inconsciente Masculino Ancestral una prohibición más tremenda todavía: “No abrazarás a tus hijos ni te apegarás a ellos, pues no pasará mucho tiempo hasta que ellos o tú tengan que partir hacia la guerra”. Y no abrazaron. Y no se apegaron. Ni aunque no hubiese ya guerra alguna.

Aquellos a los que, ni bien fueron padres, les fue depositada una herramienta en las manos: la vara. La educación, las religiones, la sociedad, les dijeron: “Serás severo, o tus hijos te saldrán malos”. Y así ensayaron un gesto adusto, una voz miliciana, una distancia certera, para cumplir con lo que de ellos criteriosamente se esperaba, cuando a viva voz se le dijera al hijo donde fuera: “¡Ya verás cuando lo sepa tu padre!”. (También así aprendimos a temerle a cierto “Dios Padre”).

Ésos son, esos fueron, sufridos padres de hierro. Tuvieron que doblar en cuatro su amor, como un pañuelito, para no desplegarlo hacia sus hijos; tuvieron que ponerle un corcho con lacre a la lámpara de Aladino de donde quería salir su genio de cumplir sueños, de jugar, de reírse, de ser niño con sus niños; tuvieron que hacer un nudo en su corazón para hacerse un nudo con sus propios brazos, bajo una estricta norma de calidad: no abrazar, aunque tuvieran ganas.

Pero amaron. Amaron caminando mil cuadras para comprarle con lo ahorrado la revista infantil a su nena. Amaron trabajando de domingo a domingo para que su chico pudiera trabajar algún día de lunes a viernes. Amaron reparando juguetes, sin jugar; amaron, ya de viejos, colgando cuadros derechitos en la casa de su hija ya grande, o tomando café fuerte con su hijo mayor de edad, hablando de fútbol o sobre las noticias. Mas nunca, nunca, pudieron abrir el pecho (esa jaula de costillas) y dejar salir así, limpio y simple, su “¡¡¡TE AMO!!!”. Viven todavía con ese pájaro preso en su adentro, o murieron con él. Su amor de papá jamás tuvo levantado el estado de sitio, y se quedó guardado de toda expresión abierta y solar.

A ellos, estas palabras. A sus hijas e hijos, mi compañía. Porque yo escuché el “TE AMO” de mi padre a través de mis ojos (no de mis oídos), mirando sus manos rotas de tanta viruta, de tanto martillo, y de no acariciar. Porque ése fue su modo (el de todos ellos) de dar amor. Porque merecían otra cosa, pero no la tuvieron: que la Humanidad abriera la jaula de sus pechos para que tuviesen permiso de decir: “TE AMO, HIJO”.

Nosotros podemos generar lo nuevo. Y parte de ello es amar su amor de hierro, tal como fue. Y gestionar permisos colectivos para que ya no haga falta ningún padre de hierro. Ningún hombre de hierro. No más.

Virginia Gawel
www.centrotranspersonal.com.ar

Publicado por la revista "Sophia OnLine" en junio de 2015.

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